¿Vamos a hacer algo?, se pregunta el historiador Timothy Snyder a propósito de la amenaza populista. Catedrático de Yale y discípulo de Tony Judt, en su último libro, "Sobre la tiranía" (Galaxia Gutenberg), revisa los grandes errores del pasado y pone de manifiesto la similitud con los tiempos que corren. Cuando Donald Trump o cualquiera de los líderes xenófobos europeos se refieren a los inmigrantes y a los musulmanes proyectan la política practicada en Alemania en 1933 tras la llegada del nazismo.

El 30 de enero de ese año cuando fue nombrado jefe del gobierno alemán, Adolf Hitler era el líder del partido político más grande del país, el nacionalsocialista. Un lustro antes, en mayo de 1928, podía considerarse un don nadie, con el 3 por ciento de los votos. Cuatro años después, con el 37 por ciento de los sufragios en las elecciones, Hitler ya estaba en el poder. Parecía haber salido de la nada.

La intriga política que rodeaba al presidente conservador de Alemania, el anciano Paul von Hindenburg, facilitó su nombramiento como canciller del Reich. No se produjo de manera directa pero sí legal y constitucional. Pese a las oscuras sombras que planeaban sobre él desde su tentativa de golpe en la cervecería de Munich de 1923, muchos creían que Hitler sería un jefe de gobierno reconducible. Algunos, como el dirigente conservador Franz von Papen y los líderes del Partido Nacional del Pueblo Alemán, pensaron que serían capaces de controlarlo por tratarse de políticos mucho más experimentados. De manera que accedieron a formar una mayoría de gobierno encabezada por él. Otros creyeron que los domadores lo domarían. Todos ellos estaban equivocados.

Hitler obtuvo el apoyo de las masas entre 1928 y 1930 debido a una fuerte crisis económica que había llevado a Alemania a una profunda depresión: los bancos cayeron, las empresas se replegaron y millones de ciudadanos perdieron sus puestos de trabajo. El candidato nazi ofreció a los votantes una visión de futuro mejor, que contrastaba con las de los partidos tradicionales de la democracia liberal, que habían sumido al país en la recesión. Los más desfavorecidos votaron por sus oponentes, en particular por el Partido Comunista, y los de izquierda moderada, por los socialdemócratas. Pero las clases media baja, la burguesía, los trabajadores no organizados, las masas rurales, y los tradicionalistas protestantes y evangélicos, que aspiraban a una restauración moral de la nación, se pronunciaron a favor de Hitler y las fuerzas de centro y de derechas que se le permitieron ascender al gobierno. De todo ello se pueden hacer lecturas actuales.

Como cuenta Volker Ullrich en un documentado relato sobre su ascenso, propuso una Alemania grande y pronto empezó a utilizar estereotipos viles para atraer la atención de los medios, a los que, a su vez, denunciaba por estar supuestamente manipulados por oscuros intereses financieros. Los judíos, según él, habían apuñalado el ejército alemán por la espalda en 1918; los políticos de otros partidos eran irremediablemente venales y corruptos y deberían ser encarcelados; los matones condenados a muerte en 1932 por el asesinato de Potempa -en el que cinco nazis de las SA patearon salvajemente a un minero comunista de nombre Pieztrzuch con tal saña que lo mataron- eran simples víctimas de una conspiración, y los periódicos que lo criticaban encarnaban la "mentirosa prensa judía". Pocos tomaron en serio sus amenazas hacia la pequeña minoría judía del país, las diatribas contra las feministas, los políticos de izquierda, los homosexuales, los pacifistas, y los directores de periódicos liberales. Menos aún su promesa de renunciar a la Liga de las Naciones, precursora de la ONU. Enseguida se dieron cuenta de que habían incubado el huevo de la serpiente.