A partir del mes de junio, los niños podrán recibir el apellido de la madre en primer lugar y el del padre detrás. Se trata de eliminar la posición preeminente por ley del "padre de familia" frente a la mujer, en uno de los pocos espacios que aún consagran una posición femenina subalterna. Ambos progenitores deberán ponerse de acuerdo, a través de un documento de autorización, en el que soliciten poner en primer lugar el apellido de él o de ella. Se acaba así con una tradición de siglos, heredada de los romanos -que sí, eran bastante machistas, o si se prefiere patriarcales- y que muchos entienden como el reflejo de una determinada estructura sociofamiliar, incluso ideológica, con muy mala imagen, y uno diría que en vías de desaparición.

La reforma que hace posible este cambio histórico, la del Registro Civil, no deja de tener cierta lógica. Todos tenemos a algún conocido al que terminamos llamando por el apellido materno, porque es mucho más sonoro o tiene más empaque, que en eso de los nombres las apariencias también importan. Que el padre de uno se llame Pérez, Fernández o González no tiene por qué ser una desgracia en sí misma, pero sí es verdad que para determinados proyectos vitales, como llegar a ser escritor, actor o político, sí que conviene tener un apellido vistoso, que pueda recordarse sin esfuerzo, automáticamente, y ese a veces solo lo provee la madre.

Además, no nos engañemos, el siglo XXI será femenino o no será. Quizá sea exagerado hablar de una vuelta del matriarcado, pero cada vez parece más necesario un toque femenino en la caótica situación internacional que nos toca, con su exceso de violenta testosterona.

La reforma del Registro Civil tiene sin embargo sus claroscuros. Puede haber hombres que consideren que el paso de su apellido a un segundo lugar sea una intolerable humillación que les convierta en unos "calzonazos". Y pueden tener enfrente a mujeres que no renuncien así como así a su derecho a colocar sus apellidos en primer lugar al registrar a sus hijos. El texto de la reforma dice que serán los funcionarios del registro quienes acordarán "el orden de los apellidos atendiendo al interés superior del menor", si los padres no se ponen de acuerdo en tres días. Entre otras cosas deberán evitar los efectos malsonantes al combinar el apellido con el nombre, y todos conocemos algunos trágicos ejemplos. Al principio, el PSOE habría propuesto ponerlos por orden alfabético, pero los Villanueva y Zapata pusieron el grito en el cielo, porque beneficiaba a los Álvarez. Ahora la ley convierte a los encargados del Registro en una especie de Salomones del apellido, que quizá se dejen llevar por la vieja tradición de primar el del padre. Esperemos que, como Salomón, no tengan que recurrir a la espada para poner orden en algunas parejas.