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Daniel Capó FdV

Soluciones fértiles

Leyendo las últimas noticias del procés, parece que las líneas rojas empiezan a resquebrajarse, aunque solo sea para constatar siguen ahí. Lo cual puede ser bueno o malo. Bueno, porque subraya las limitaciones del absolutismo en política: ningún poder -ni siquiera el del voto popular- debe situarse por encima de ese fino juego de equilibrios y contrapesos que constituye la democracia moderna y que pasa inicialmente por el respeto a las propias normas e instituciones que emanan de ella. Puede ser bueno, porque aporta la dosis necesaria de realismo frente a un magma ideológico que se alimenta del malestar y la propaganda en un estado de excitación continua. Pero también puede ser malo, porque subraya las dificultades de la política para reconducir un relato de máximos que ya ha sido metabolizado por una parte de la sociedad como exigencia de mínimos. No es de extrañar por tanto que, entre los conocedores del procés, predomine el escepticismo ante toda esta serie de encuentros secretos -"La Vanguardia" ha confirmado que Rajoy y Puigdemont almorzaron juntos el 11 de enero- que, convenientemente filtrados por unos, salen ahora a la luz para enfado de otros. Asumir la realidad requiere también cierta dosis de ficción, del mismo modo que el arte pretende explicar la verdad a través de la mentira. A día de hoy, seguimos inmersos en la teatralidad de una campaña que se ha alargado demasiado y a la que le corresponde destejer un relato y todavía se resiste a ello.

Al final, en este juego de falsos buenismos, nadie quiere parecer el responsable último de un accidente institucional. El diálogo forma parte de la mitología del procés precisamente porque encaja en esa pulsión maniquea de enfrentar a unos buenos muy buenos con otros malos muy malos. A la hora de alimentar el victimismo, el disfraz del diálogo ayuda a aparentar una pretendida superioridad moral. Sin embargo, el escenario central sigue respondiendo a un guion estricto: convocatoria de un referéndum, suspensión del mismo, tensión en las calles y, finalmente, unas autonómicas que sirvan como reedición del 27S ya sin Puigdemont y, tal vez, con Junqueras como nuevo presidente de la Generalitat. Este sería el escenario central, no necesariamente el que se vaya a cumplir.

El soberanismo confía en que la suspensión del referéndum servirá para ampliar las bases independentistas del electorado catalán, mientras que el Gobierno central está convencido de que los resultados serán tan poco claros como los anteriores. Ambas cosas son posibles, pero lo esencial aquí no es el dictamen coyuntural de unos votos, sino la negociación que va a tener que abrirse después de las autonómicas. Un eventual gobierno de ERC en Cataluña frente al PP en Madrid facilitaría paradójicamente, gracias a su antagonismo, la credibilidad de las negociaciones. Esta es al menos nuestra experiencia histórica, empezando por la Transición.

Si el choque de trenes es inevitable, como todo lo hace suponer, la cuestión fundamental consiste en minimizar los daños para poder empezar de nuevo al día siguiente. Conviene que no se destruyan los puentes ni que se avance en la ruptura social. Conviene que dejemos de lado "las mentiras fértiles" -por utilizar una expresión que emplean en privado algunos ideólogos del procés-, a fin de explorar las soluciones fértiles. Mas y Rajoy reclaman diálogo, pero no parece que se haya ido más allá de algún que otro encuentro. De momento, no queda otra opción que seguir avanzando por este desfiladero.

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