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Para temporales, los de mi niñez

Los temporales de la pasada semana dejaron huella a su paso con destrozos por todas partes. Desde mediada esta semana se ha venido alertando de que vienen más por el Océano y ya temblamos porque no es agradable ver cómo vuelan los tejados y se deshacen las obras públicas de manera lamentable. La verdad, la verdad es que, nada nuevo bajo el sol. Quienes peinan canas como las mías podrán recordar aquellos temporales continuados que empezaban en septiembre y acababan cuando Dios quería. Vientos de parecida fuerza y constancia como los de la pasada semana se sucedían a lo largo del invierno y en aquellas casas donde de niños vivíamos, oíamos sus amenazadores silbidos por las rendijas de las ventanas y de las retorcidas puertas de madera. Muchas veces nos quedábamos sin luz porque se caía alguno de los rudimentarios palos que aguantaban los cables y allá iban el señor Camilo y Puente a poner orden y reponer el suministro. Es cierto que tiene volado algún tejado o sucedido algo verdaderamente anormal, como aquella vez que una nortada de impresión puso a los barcos de pesca arribados en el puerto sobre los muelles en los años cincuenta. Lo extraño es que ahora, a cualquier cosa le llaman temporal o ciclogénesis, vuelan cientos de tejados y caen hasta las torres metálicas de la luz. Algo no se hace bien a pesar de tanta modernidad. ¿O no?

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