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Con alguna frecuencia, lo que más atrae al lector de los diarios de los escritores, no son los asuntos que podríamos denominar trascendentes, los que manifiestan su genio, su talento, sino las minucias de cada día, las que dan fe de que lo cotidiano de un hombre importante es similar a lo cotidiano nuestro, y las pequeñas o grandes maldades que perpetraron, ya que eso los asimila con el lector: fueron movidos por las mismas pasiones que nosotros, nos decimos; habrán escrito algo maravilloso, compuesto una sinfonía inolvidable, esculpido como los dioses pero, en el fondo, amaban y odiaban como amamos y odiamos nosotros, se movieron por los mismos vaivenes que nosotros: la inquina, el orgullo, la jactancia, la alegría, la tristeza, la soledad. Y ya si en ese diario, el diarista incurre en menudear sus miserias fisiológicas, desde unas almorranas hasta una inflamación de la próstata, una cistitis, una diarrea o aerofagia, tenemos ganas de abrazar una foto del que se autorretrata y susurrarle al oído aquello de mon semblable, mon frère!, que escribió Baudelaire en el poema Au lecteur. A fin de cuentas, en la mayoría de las ocasiones, un diario no es sino un chismorreo bien escrito. Es esa calidad literaria lo que le otorga trascendencia, de la misma forma que de caer en otras manos y no en las de Flaubert, Madame Bovary sería un folletín de sobremesa.

El diario no consiste sino en elevar a la categoría de género literario un cotilleo de patio de vecinos. Cuando Caballero Bonald escribió sus memorias, lo que se susurraba antes del acontecimiento es que iba a poner por escrito cómo se había liado con la ex de Camilo José Cela: creo recordar que Caballero Bonald eludió elegantemente el asunto: ganamos un escritor pero perdimos un cronista del corazón.

Hay quienes husmean en los sucesivos diarios de Gil de Biedma (sería más sensato decir que es un único diario escrito, reelaborado, corregido y aumentado, sobre todo en la última versión aparecida y auspiciada espléndidamente por Andreu Jaume que, digamos, sanciona el texto canónico) para indagar a quiénes se había tirado, dónde y en qué circunstancias. El menudeo sexual interesa más que una relación estable. E incluso más que los fragmentos en los que Gil de Biedma da cuenta de cómo un poema va creciendo, disminuyendo, variando a lo largo de los meses: hay más, por supuesto, que o bien no he leído o bien he olvidado, pero esa pulcritud minuciosa de cómo se desarrolla un poema a lo largo del tiempo, lo descubrí fundamentalmente con Juan Ramón Jiménez y con Jaime Gil de Biedma: el por qué es mejor recurrir a un heptasílabo que a un endecasílabo, porqué tal adjetivo conviene más al verso que otro y que desmonta esa teoría (más bien esa sensación falsa) de que un poema es poco más que un deslumbramiento repentino, un fogonazo iluminador, una revelación o una hipnosis.

No sé a quién pertenece la frase que leí un día en una entrevista a José Ángel Valente: el primer verso lo dan los dioses. De acuerdo. Pero los posteriores requieren un trabajo denodado, exhaustivo, lento. Con los Diarios de Emilio Renzi sucede algo similar: uno puede desdeñar sus entrevistas con Borges para enfangarse en las noches tórridas en las que el cuerpo le pedía a Piglia salir de madrugada, meterse en un tugurio humilde y beber hasta el hartazgo o rastrear sus relaciones simultáneas con las mujeres. Pero acaso no sea una deformación lectora sino que intuimos que esos pequeños desórdenes son los que, a la postre, forman la personalidad del autor con cuyas obras disfrutamos.

De los dos tomos de memorias de Juan Goytisolo, hubo quienes silenciaron el valor literario de los textos para centrarse en la escandalosa anécdota del abuelo que le mete mano al nieto inocente y desprevenido. Todo esto que desordenadamente apunto, me vino a la mente leyendo un libro, El concepto de ficción, de Juan José Saer, donde hace alusión a otro de Sarmiento titulado Diario de Gastos, en el que Sarmiento, al hilo del diario de sus viajes, anotaba sus gastos. Minuciosamente, iba apuntando el precio de un pasaje de barco desde Río de Janeiro a Le Havre (800 francos), una limosna (15 céntimos) y lo invertido en cenas, cigarros, peines, hasta llegar a su lado más chismoso, común a cualquiera. Apunta Sarmiento el 15 de junio de 1846 "Orgía, 13,5 francos", al lado de 2 francos que gastó en una pieza para secar la pluma. Cuando llega a Francia, en Le Havre se regala, el 6 de mayo de ese año, "dos botellas de vino extra, una de burdeos 5 fr. y otra de Chambertin 8 fr.". El 9 de mayo reseña: "Una cena de lujo en el Palais Royal" por doce francos. Sarmiento parece más humano que nunca, acaso más frágil, más nuestro semblable, nuestro frère en esa entrada tan ligera, sin mayores alharacas, un simple testimonio del que ni se avergüenza ni se enorgullece: "Orgía, 13,5 francos". Un mal paso, decía el otro, cualquiera lo da en la vida; aunque a saber si una orgía es un mal paso.

N.B.: El 6 de enero de 2017 me entero de la muerte de Ricardo Piglia, citado más arriba. D.E.P.

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