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Joaquín Rábago.

Dividir como estrategia

La estrategia del nuevo presidente de Estados Unidos está clara: prefiere tratar con los países por separado, aprovechando la desigualdad de fuerzas a favor siempre del suyo.

De ahí su interés, por ejemplo, en el Brexit y de ahí también su nada disimulada invitación a otros países europeos a seguir los pasos de los británicos.

¡Qué razón tenía el general De Gaulle al desconfiar del Reino Unido, en el que veía un submarino de EE UU, y resistirse a su admisión en la Comunidad Económica Europea!

Desde que entraron en 1973 en el espacio común, los británicos no han dejado de enredar y poner palos en las ruedas para impedir que Europa pudiera convertirse un día en algo más que una zona de libre cambio, lo único que siempre les ha interesado.

Lo malo es que en ese afán no están solos: su mal ejemplo, alentado ahora desde Washington, parece cundir en otros países del continente, donde los nacionalismos más insolidarios no dejan de ganar terreno.

¡Qué decepción también la de algunos de esos países del antiguo bloque comunista que parecen haber entrado en la UE para ver lo que podían sacar de ella sin estar dispuestos a arrimar el hombro cuando se les ha pedido: por ejemplo, en el tema de los refugiados!

Una Europa profundamente desunida interesa no solo a Trump sino también al presidente ruso, por quien aquel parece sentir mayor simpatía que hacia esos socios desagradecidos que no gastan en defensa lo que deberían.

Si Europa quiere que EE UU contribuya también a su defensa, tendrá que pagar más: son las reglas de Washington, que ahora Trump está decidido a hacer cumplir.

Si, dentro de la locura que representa su despótico estilo de gobierno, algo pudiera tener de positivo para los europeos la irrupción de Trump es la imperiosa necesidad de presentarse más unidos que nunca, justo lo contrario de lo que sucede.

Pero para ello, Europa tiene que cambiar: no puede ser que tanto sus gobiernos como la propia Comisión se preocupen más de los bancos y los lobbies industriales que de los ciudadanos.

La crisis financiera han terminado pagándola, como ocurre siempre, quienes ninguna culpa tenían; la globalización neoliberal ha aumentado la brecha entre ricos y pobres, y el desempleo y la precarización golpean a los jóvenes.

El descontento social no deja por ello de crecer, y ante la falta de respuestas de la izquierda, que parece como paralizada, Europa es cada vez más terreno abonado para una derecha demagógica e irresponsable.

Una derecha que toma precisamente como modelos a individuos tan poco presentables democráticamente como Putin o Trump.

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