Pedir una carta en El Castaño, además de una herejía imperdonable, también resultaba un motivo de enfado morrocotudo para Pancho. El arquitecto César Portela, buen cliente de aquella casa, todavía se parte de risa con el episodio protagonizado por una excursión de adolescentes de Navarra, quizá de un colegio del Opus Dei.

Una vez sentadas con sus profesoras, una chica reclamó con desparpajo la carta para elegir su menú y Pancho se tomó como una afrenta aquella inocente petición. Durante un buen rato anduvo dando vueltas entre las demás mesas, al tiempo que refunfuñaba su fuerte malestar por tan disparatada solicitud.

"¡La carta, la carta! ¡Aquí no hay carta que valga: se come lo que hay!", repetía en voz alta para conocimiento de aquella joven clienta.Y como no había carta alguna, ni tan siquiera una hoja de bloc escrita a mano, tampoco se sabían los precios de los platos, ni se daban facturas. Si acaso, algún viajante se llevaba un papel que reflejaba su comida. Al final del almuerzo, Pancho cantaba el precio y listo. No se recuerda ninguna reclamación, ni problema al respecto por un cobro indebido.