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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Trump y la Torre de Babel

Antes de ser presidente electo de los Estados Unidos, el señor Donald Trump era un multimillonario aficionado a construir torres enormes para su explotación comercial, hostelera o inmobiliaria. Torres de muchos metros de altura que solían estar rematadas por unas no menos enormes letras doradas con el apellido de su constructor. Tenía una en Nueva Yok, frente por frente a la sede de las Naciones Unidas, de 262 metros de altura; otra, en Chicago, de 423 metros; una más en Toronto (Canadá) de 325, y varias en Uruguay, Panamá, Estambul y Río de Janeiro. Y estaba tan orgulloso de ellas, en cuanto inequívoco signo externo de su potencia financiera, que cuando se produjo el derrumbe de las famosas Torres Gemelas de Nueva York por los ataques terroristas del 11-S solo se le ocurrió comentar: "Ahora, mi edificio es el más alto". Esa pasión por ver el mundo desde la altura de una de esas torres traerá consecuencias inéditas en el protocolo de la presidencia de Estados Unidos porque parece ser deseo del magnate hacer un uso alternativo de la ubicada en Nueva York con la tradicional residencia en la Casa Blanca de Washigton, un gran edificio que no excede de tres pisos. El contraste entre la Torre Trump de Manhattan y la hasta ahora residencia presidencial es evidente. La primera es una mole de hormigón que alberga unos predios suntuosos de estilo más bien hortera mientras la segunda es un proyecto arquitectónico de factura neoclásica escogido por George Washington en 1790 en la línea de las mansiones de los estados del Sur (esas que nos resultan familiares por películas como Lo que el viento se llevó). Y ya no digamos si la comparación entre los dos presidentes se hace poniendo en una balanza su respectiva entidad intelectual. Washington fue un personaje admirado en su tiempo y el propio rey Jorge III de Inglaterra lo definió como "el hombre más grande del mundo", mientras que de Trump solo conocemos sus innumerables meteduras de pata y sus enciplopédicas ignorancias. No obstante, la fascinación de Trump por la construcción de altísimas torres dice mucho sobre la psicología del magnate. Desde el inicio de la Historia, la torre es un símbolo del poder militar y religioso, y a quienes la ocupaban se les atribuía una posición social preeminente. Pero también fue lugar de encarcelamiento y castigo (torre de Londres, torres de la Bastilla), o de retiro y reflexión (torre de marfil). El novelista español Juan Benet, que era además ingeniero de caminos, escribió un ensayo muy curioso con el título de La Construcción de la torre de Babel inspirado en un famoso cuadro del pintor flamenco Pieter Breugel. Según Benet, la paralización de la obra con la que los humanos pretendían alcanzar el cielo no se debió a la confusión de lenguas con la que Dios castigó a los osados constructores si no a rencillas entre ellos ya que disponían de los planos necesarios para continuarla. Un antecedente que deberá tener muy en cuenta Trump. Ha levantado una torre, ha tocado el cielo del poder y solo le resta lo más difícil: ponerse a cubierto de las rencillas políticas y de la confusión de lenguas; empezando por la suya propia.

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