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En compañía de Chéjov

Llevo dos meses leyendo los cuentos completos de Chéjov publicados por Páginas de Espuma. Al final de su vida, Chéjov vendió toda su obra al editor Adolf Marx, que la fue editando en una colección de diez volúmenes. Al ver el primer volumen, Chéjov escribió con sorna que ahora ya nadie podría decir que no fuera marxista. Nunca perdió el humor. En Las tres hermanas se oía una trompeta que tocaba La internacional, pero apenas hubo pronunciamientos políticos en la obra de Chéjov, ni marxistas ni de ningún otro tipo. Para él, los escritores solo debían limitarse a hacer preguntas, porque suministrar las respuestas no era tarea suya. Cuando uno de sus editores le criticó que no diera más opiniones políticas en sus relatos, Chéjov le contestó que esa no era su función. "Solo los imbéciles y los charlatanes creen comprenderlo todo", replicó, y luego añadió una definición de sí mismo que podría servir para definir a cualquier artista libre (y a cualquier persona libre, si a eso vamos): "No soy un liberal, no soy un conservador, no soy un progresista, no soy un monje, no soy un indiferente. Me gustaría ser un artista libre, nada más, y me duele que Dios no me haya dado fuerzas para serlo".

Pero aun así, a pesar de sus escrúpulos contra el compromiso político, Chéjov hizo críticas feroces de la corrupción que se vivía en la Rusia zarista de su época. Y en el verano de 1890 atravesó toda Rusia -un viaje de varios meses porque aún no existía el ferrocarril transiberiano- para escribir un libro sobre las condiciones de vida de los presos condenados a vivir en la remota isla penitenciaria de Sajalín. Un periódico publicó así la noticia: "Noticia sensacional: Chéjov, el conocido hombre de letras, ha decidido viajar a Siberia con el fin de estudiar la vida de los exiliados. El caso del señor Chéjov es en todo punto excepcional: se trata del primer escritor ruso que va a Siberia y vuelve". Por suerte, el humor chejoviano también se extendía a sus lectores y admiradores. Pero lo importante es otra cosa: cuando llegó a Sajalín, Chéjov se empeñó en hacer un censo de los deportados, ya que descubrió que ni siquiera había un recuento fiable de los presos que malvivían allí. Hoy en día, por supuesto, los escritores suelen -solemos- hacer justo lo contrario: despotricamos contra el sistema penitenciario -o lo que sea- cómodamente sentados en nuestro escritorio. Y cuanto más cómodos estamos, más sangrantes son las críticas que hacemos contra el sistema penal (y político, y social, y económico). ¿Quién de nosotros iría hoy a un campo de refugiados sirios, que sería el equivalente de la isla de Sajalín? ¿Quién se atrevería a realizar un censo de los refugiados?

Lo que más asombra al leer a Chéjov es que lograra escribir lo que escribió -con melancolía, humor, compasión y sobre todo un gran respeto por sus personajes, sobre todo si eran mujeres, cosa que en su tiempo no era nada habitual- después de todo lo que tuvo que soportar en su infancia y primera juventud. Porque el padre de Chéjov era un tendero despótico y beato que azotaba a sus hijos un día sí y otro también. Cada mañana, al despertarse, el pequeño Chéjov se preguntaba: "¿Me pegará también hoy?". Y por si fuera poco, el padre les prohibía a sus hijos cantar y jugar -eran ocupaciones diabólicas-, y además les obligaba a asistir a todos los oficios religiosos y a cantar en el coro de la iglesia. A los ocho años, Chéjov tuvo que empezar a trabajar de aprendiz en la tienda de comestibles de su padre. Más tarde, cuando su padre se arruinó, Chéjov tuvo que mantener a toda la familia con lo que ganaba con su profesión de médico y con los relatos que escribía. Pero en Chéjov -y eso es lo más asombroso- no hay el menor atisbo de odio ni de resentimiento contra su padre ni contra nadie. Si algo sacó de esa dolorosa experiencia, fue su rechazo a toda clase de violencia y a toda clase de mentiras. Pero en él no hubo ni un átomo de rencor. A su padre lo mantuvo en su propia casa de Melíjovo, con el resto de su familia, hasta que murió por culpa de una hernia mal curada. El fanatismo religioso de su padre tampoco le hizo odiar la religión. Chéjov se declaró siempre ateo, pero casi todos los retratos de monjes ortodoxos que aparecen en sus relatos son amables y comprensivos. Hoy en día, cualquier crítica o cualquier afrenta, por imaginaria o exagerada que sea, nos parece un hecho intolerable que nos hace aullar de rabia. Chéjov, en cambio, sabía que la única conducta decorosa es apretar los dientes y no darle importancia.

En la era de la sospecha y la histeria, en la era de la intransigencia disfrazada de buen rollito, en la era de las mentiras convertidas en verdad oficial, en la era de los quejicas profesionales, no hay nada más saludable que leer a Chéjov. Ánimo.

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