A finales de los años noventa, David Foster Wallace, en aquel entonces un joven y exitoso escritor que había conseguido deslumbrar a gran parte de la crítica literaria con su voluminosa y posmoderna novela La broma infinita, acudió al programa de Charlie Rose para que este último le hiciera una entrevista. La conversación transcurría con más o menos normalidad (aunque Wallace ya había mostrado su preocupación por si el programa iba a ser editado, es decir, si ciertas contestaciones suyas, que no le gustaban, podían ser finalmente eliminadas) hasta que el presentador le preguntó al entrevistado por su conocida afición a las notas a pie de página. El novelista, entonces, mostrándose visiblemente dubitativo y nervioso, dijo: "Es que voy a parecer pretencioso hablando sobre esto". "Deja de preocuparte por cómo vas a parecer -respondió Rose- y simplemente sé tú mismo". Foster Wallace, en ese momento, estalló: "Tengo noticias para ti. Acudir a un programa de televisión, más que ninguna otra experiencia, estimula tu preocupación por la imagen que das. Tú puede que seas un veterano en esto y ya no le des importancia. Pero uno se enfrenta a su propia vanidad cuando piensa en aparecer en la tele".

David Foster Wallace sabía de lo que hablaba. Al fin y al cabo, él escribió mejor que nadie sobre la televisión "como problema". En El rey pálido, su novela póstuma, hay un personaje llamado Chris Fogle que se pasa las horas sentado frente al televisor hasta que se da cuenta de que el propio nombre del programa que está viendo, As The World Turns (Mientras el mundo gira), anunciado en repetidas ocasiones por la cadena CBS, era una afirmación que contenía una "realidad desnuda". El mundo gira pero tú no estás en él. Te dedicas simplemente a observar pasivamente ese movimiento y ni siquiera eres capaz de reconocer que eso es lo que estás haciendo.

Wallace había consumido la suficiente cantidad de productos televisivos, desde los famosos late night hasta concursos de conocimiento, a los cuales dedicó sendos relatos, como para entender que este medio de comunicación, con su poder e influencia, su capacidad de generar fascinación y adición, no es solo un medio de comunicación. Aparecer en televisión, además de alterar la imagen que uno proyecta al exterior, puede suponer una perversión de la propia identidad, al verse esta trastornada por la multiplicidad de perspectivas: dejar de ser lo que eres no para convertirte en lo que los demás piensan de ti, sino, más bien, en lo que tú piensas que los demás piensan de ti.

Hace pocos días se anunció el mediático fichaje de Megyn Kelly por la cadena NBC. La periodista abandona Fox News -a pesar de que, según el Times, la familia Murdoch estaba dispuesta a proporcionarle un sueldo anual de 20 millones de dólares- y se suma a la plantilla de la competencia (más progresista) después de haber protagonizado diversas polémicas con el presidente electo, que le dedicó a la presentadora algunos comentarios sexistas e incluso exigió a Fox su no presencia en uno de los debates durante las primarias. Como resultado de esas oportunas controversias, tuvo lugar el nacimiento de una estrella de la televisión. Kelly, divinizada en un memorable perfil de la revista Vanity Fair, parecía ser la nueva voz del feminismo en América, con el paradójico mérito de ejercer su feminismo desde una plataforma ultraconservadora.

Rodeada de compañeros como Bill O'Reilly o Sean Hannity, quienes no se caracterizan por ser los adalides del comedimiento, Kelly podía presentarse como el rostro afable de una compañía desprovista de pluralismo; una progresista sensata rodeada de feroces reaccionarios. Sin embargo, como recuerda Eric Alterman en The Nation, si uno repasa cuidadosamente algunas de las campañas promovidas por Kelly en su programa "The Kelly File", como cuando se empeñó en demostrar la existencia de un complot de los "nuevos panteras negras" para impedir que los blancos votaran, o su obsesión con la verdadera raza de Santa Claus (blanca), se encuentra con una persona muy distinta a la retratada por algunos medios. Pero esto carece de relevancia en la era de la posverdad. Kelly ya no es lo que era. Ahora es lo que la televisión ha hecho de ella.