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Hay gente que al morirse deja cartas para los hijos, para la esposa o el esposo, para los nietos, incluso para el señor juez. De este modo se alimenta la fantasía de que incluso después de muerto podrás seguir manejando el cotarro. El cotarro importante, se entiende. No se deja una carta con la advertencia de que se apague la luz de la cocina cuando no haya nadie dentro. Ni para recomendar que se asegure el pestillo de la puerta al oscurecer. O sí, no sé. El caso es que un escritor amigo recibió una carta de un viejo compañero de la facultad con el que hacía tiempo que no tenía contacto alguno y que acababa de fallecer. Se la entregó una hija del difunto explicándole que el último deseo de su padre había sido el de que le hicieran llegar la misiva.

El escritor, extrañado, recogió el sobre y dudó si abrirlo o tirarlo a la basura. Presentía que no podría tratarse de nada bueno, no porque le cayera mal el remitente, pues apenas lo recordaba, sino porque desconfiaba de estos juegos entre la vida y la muerte propios, me dijo, de mentes más bien perturbadas. El caso es que finalmente abrió el sobre, extrajo la cuartilla, y leyó el contenido, escrito a mano, como conviene a toda carta que proceda del más allá. Tras las fórmulas de rigor, su excompañero le informaba de que le había seguido desde el principio de su carrera y que había leído todos sus libros, por los que le felicitaba. Pero añadía luego que los argumentos de aquellas novelas se le ocurrían siempre a él, aunque luego, anormalmente, las escribía mi amigo. Sin llegar a acusarle de plagio, le ponía al tanto de esta singularidad inexplicable según la cual uno de los dos había triunfado gracias a lo que imaginaba el otro. Terminaba solicitando al escritor que en el futuro, a través de un prólogo o de una entrevista televisada, reconociera la deuda que tenía con el fallecido.

Aunque se trataba de una locura, afectó a mi amigo hasta el punto de que dejó de escribir porque, ausente el autor de las ideas, ya no se le ocurría nada. Eso me dijo. Y en nuestro último encuentro me confesó que iba a dejar una carta, que no se podría abrir hasta después de su muerte, en la que confesaba que había sido un triste plagiador. No lean ustedes las cartas de los muertos. Su poder de sugestión es tremendo.

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