Suele ser objeto de censura la tendencia al silencio o a la moderación en las formas de ciertos líderes políticos. Este reproche se dirige principalmente a los que no hacen uso cotidiano de los medios o redes sociales, en una suerte de sobreexposición permanente ante los ciudadanos. No hace mucho, un ilustre amigo me criticaba con vehemencia el hecho de que un determinado gerifalte no había abierto el pico ni una sola vez en el Consejo Europeo. La discreción o la prudencia, tan apreciadas cuando del vecino se trata o tan celebradas en el refranero, se postergan cuando de asuntos públicos hablamos: debe perorarse y con alegre verbosidad además, porque esa parecer ser una clave importante del quehacer de quienes se dedican a la gestión de nuestros problemas.

La elocuencia de los hechos importa ahora menos que la palabrería fina. Si al menos se pensara dos veces para no decir nada, como mordazmente se apunta de cierto cuerpo de altos funcionarios del Estado, el asunto no tendría mayor trascendencia. Lo que sucede es que hoy la locuacidad supera ya cualquier límite: los personajes notables han de disertar cada minuto de la NBA, del último libro que han ojeado, de su película preferida o de los postres caseros que mejor les sientan. Y no digamos nada de los temas de actualidad, abordados habitualmente con una frivolidad rayana a lo pueril.

En este contexto, ninguna objeción cabe hacer a quien hace uso moderado de la palabra. Al contrario: merecen entusiasta aplauso aquellos que, frente a esta corriente imperante de superficialidad, reducen su presencia y sus intervenciones a lo imprescindible: manifestar cosas con sentido, razonablemente contrastadas, e ir al grano. Los que no piensen así, a buen seguro que aspiran que los responsables públicos formen parte del mercado del entretenimiento, algo tan alejado de su cometido.

Con ocasión de la llegada de Lech Walesa a la presidencia polaca, arreciaron las protestas desde diversos sectores sociales por su escasa talla intelectual en una nación con tanta tradición cultural y científica. A las pocas semanas, el electricista de astillero convocó a los medios para decirles que, en efecto, nunca había escrito un libro? pero tampoco había leído ninguno, aunque ambas cosas no le impedían, con la ayuda de sus colaboradores -todos ellos muy bien formados-, discernir qué era lo que interesaba o no a Polonia de la forma más sencilla posible, sin grandilocuencia ni plúmbeos discursos eruditos.

Entre las grandes amenazas de la democracia contemporánea figura precisamente esta: evitar que la verborrea de la que se abusa antes de llegar al poder, se perpetúe cuando este se alcanza. Es de celebrar que, hasta el momento, esta circunstancia se esté cumpliendo, como observamos con quienes hace apenas unos meses no paraban de aburrirnos con mensajes de lo más variado, con explícito ánimo de epatar, y ahora cuidan sus expresiones al milímetro. Menos mal.

Facta, non verba, como reza la máxima clásica. Las frases que no van seguidas de hechos no valen para nada, como sentenció Demóstenes. Dejemos hablar a los hechos y juzguemos a través de ellos, mandando callar a quien no nos permite hacerlo, dando la tabarra noche y día.