Cada Navidad me gusta pasarme por el mercado de Santa Lucía, frente a la catedral de Barcelona. Allí se consiguen todo tipo de accesorios navideños. Buscábamos un Papá Noel y, después de verlos todos, mi hijo pequeño eligió uno de esos que va con pilas y que, como era de esperar, también movía sus posaderas a ritmo de reggaetón. La anécdota me pareció graciosa, pero me llevó a reflexionar, entre otras cosas, sobre cómo educar a los niños en el mundo de hoy.

Reconozco que fui fan de Madonna; admiraba su insolencia y la frescura con la que rompía todo tipo de moldes. Pero cuando la escuché cantar en directo me decepcionó. El otro día, su discurso en los Billboard hizo que volviera a reconciliarme con ella. Le reconozco el mérito de sobrevivir y salir airosa en una industria tan exigente como la de la música. Pero, ¿cuál es la frontera entre la expresión y sana necesidad de romper moldes, y la tiranía a la que llegan a someterse algunos artistas? Madonna dio un gran discurso, no hay duda de ello, pero luego envejece a base de cirugía y botox, y en cada single parece querer transmitir que el tiempo no puede con ella. Algo completamente irreal.

Hoy día, nuestros hijos consumen cientos de videoclips. Muchos de ellos denigran a la mujer y la muestran como un mero objeto sexual. Otros, proyectan una falsa realidad; mujeres y hombres empoderados y caprichosos, devoradores de todo lo que se les ponga por delante. Estos falsos héroes y heroínas son la plataforma perfecta, el maniquí ideal en el que anunciar cientos de marcas. Así que el consumismo desaforado y la industria de la música han decidido no soltarse de la mano. Y ese es el mismo consumismo que está destruyendo nuestro planeta.

¿Dónde queda pues la música que invita a la poesía, a la denuncia, la música que hace reflexionar, la música que nos inspira e invita a ser mejores?

¿Cómo ensalzar la figura de la mujer y el hombre sencillo, el profesional que no va por ahí provocando y paga religiosamente sus impuestos, si nuestros jóvenes aprenden a idolatrar a estereotipos irreales e inalcanzables? A ojos de los adolescentes, lo sencillo es aburrido.

Esta mañana, en un ataque de rebeldía, desperté a los niños con el "The Wall" de Pink Floyd a todo trapo. Se quedaron tan alucinados que a duras penas desayunaron. Y una vez más quedó patente que somos nosotros, los adultos, los que debemos poner los límites y guiarles.