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De jueces y oposiciones (y II)

El paso de los años no ha introducido modificación sustancial en las oposiciones a judicatura; solo las ha habido en aspectos tangenciales; a tiempos nuevos, formas nuevas. Hace unas décadas, comparecíamos ante un tribunal de cinco miembros que atendía a nuestro discurso sin pertrecho alguno que no fuera el de su propio saber. Por ello, resulta hoy novedoso -y llamativo- ver a sus componentes echar mano de libros, códigos, iPads, de los que se sirven a modo de GPS que les va guiando por los contenidos de la exposición del opositor, gracias a las señales por este emitidas desde una magra "bibliografía" ad hoc de respuestas medidas, las consabidas "contestaciones al programa"; son respuestas precocinadas que todo opositor al uso ha debido engullir previamente y de cuya maquinal y ahormada recitación en tiempo reglado comprueba el tribunal que aquel circula por la ruta convenida. Pero no es la ruta de un jurista, sino la de un archivador de temas, datos, conocimientos resecos y sin savia. Se trata, pues, de un saber comprimido y condensado del Derecho, serrín previamente mascado por otros, que diría Kafka.

Dice Alejandro Nieto que la oposición sigue apegada al "memorismo más cerril", defecto que atribuye "no tanto al sistema como a la desafortunada mentalidad de los miembros de los tribunales, incapaces de introducir cualquier cambio racional." Compruebo con asombro -y ello confirma las palabras del ilustre catedrático- como en los últimos tiempos los tribunales, a modo de aviso a navegantes (a náufragos, más bien), advierten de su gusto por la literalidad en el recitado de los códigos, incluida la cita del número del artículo correspondiente. Esto da idea de qué capacidades y habilidades son las que se ponen a prueba, de qué va, en definitiva, la competición. Resulta, entonces, que la cualidad que durante la oposición se cultiva y luego se premia es la memoria, ninguna otra intelectual. Si de ese modo se garantiza una buena cosecha de jueces, que venga San Raimundo de Peñafort y lo diga. Nada que ver con la Recomendación del Comité de Ministros del Consejo de Europa R -94 (13-10-1994) que advierte que la selección de los jueces se basará en el mérito, teniendo en cuenta sus cualidades, integridad, habilidades y eficiencia. Díganme si el actual régimen de oposiciones, basado fundamentalmente en la memorización del derecho positivo y algunas píldoras doctrinales, permite comprobar la posesión de esas cualidades.

Pero no se trata de abordar ahora la grave cuestión del cambio de sistema, empresa ardua y delicada en la que no caben ni la precipitación ni la frivolidad; es más, tal vez poco se gane con mudar de sistema si se dejan huecos por donde, al final, se cuelen y circulen el clientelismo, el nepotismo y los inicuos valimientos en la provisión de cargos públicos, que son justamente los vicios que el sistema de oposiciones quiso erradicar.

Conscientes de que estas son lacras tristemente arraigadas en nuestro carpetovetónico modo de ser, se dice que el sistema de oposiciones garantiza la objetividad; el argumento, miméticamente repetido como panacea redentora, es engañoso. La objetividad de la prueba mira exclusivamente a conjurar el riesgo de que la selección se lleve a cabo con acepción de personas y favoritismos, con vulneración, en suma, de los principios de mérito y capacidad. Pero que la selección se lleve a cabo sin interferencia alguna de favor o afecto personal, corporativo o ideológico no asegura la calidad de los seleccionados, su condición de buen jurista y buen juez. Por lo tanto, la objetividad de la prueba, siendo imprescindible, no lo es todo. Con criterios objetivos se puede alumbrar una buena colección de mediocres. Por cierto, la buscada objetividad no puede evitar sesgos asociados a la falta de anonimato, como explica en minucioso estudio Manuel F. Bagüés.

Como quiera que el régimen vigente se mantendrá por largo tiempo, y en un terreno tan propicio a la inercia y a las posiciones conservadoras, es preciso revisar, al menos, ciertos aspectos del actual sistema: contenidos del programa, composición de los tribunales, preeminencia de lo memorístico, oralidad o escritura de los ejercicios, conveniencia de incorporar un ejercicio práctico, informe o dictamen de corrección "ciega", instauración de un régimen de becas, separación de las oposiciones a jueces y fiscales, pues dada la radical diversidad de funciones y cometidos, la identidad de programas no tiene justificación alguna.

Hay otro aspecto que atañe a las garantías del opositor. Sorprende que un examen en la Facultad esté revestido de mayores garantías que el ejercicio ante un tribunal de oposiciones del que depende el porvenir de una persona. En el primer caso, la disconformidad del alumno que afirma, por ejemplo, el error del catedrático puede ser llevada hasta un tribunal de garantías, que decidirá sobre la pertinencia de la queja. Conozco en este ámbito experiencias muy significativas. No ocurre así en el caso del opositor sometido a una decisión que, si es errónea o injustificada -y no hay razón para descartar la hipótesis-, el juicio es irrevisable e irremediable.

Es aconsejable que el tribunal explique al opositor las razones que le llevan a declararle no apto. Así se procede en ocasiones, pero no pocas veces ocurre que las explicaciones adolecen de una vaguedad inquietante e inadmisible. Salvando la libertad de exigencia que el tribunal quiera imponer, sucede alguna vez que la explicación dada por aquel suscita la abierta discrepancia del opositor o el reproche vehemente del error. No es fácil digerir que el opositor carezca de medio alguno para hacer valer su reconvención. Debe plantearse entonces la conveniencia de que el ejercicio sea grabado para el caso de que su utilización fuese necesaria como medio de verificación o de calificación por otro tribunal de contraste. ¿Acaso es mucho pedir?

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