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De jueces y oposiciones (I)

Se atribuye a Marañón la repetida sentencia de que las oposiciones son la segunda fiesta nacional. A la vista de esta asimilación taurina, no puedo por menos de representarme al opositor como un bóvido rumiador de temas que después de pastar en las áridas dehesas de un programa hostil e inacabable, bien cebada al cabo su memoria, es conducido al ruedo en hora y día señalados por la autoridad competente. A poco de hacer su entrada en el ruedo opositoril, es garrochado por cinco miradas como cinco picas y, antes de empezar la lidia, siente que sus remos flojean y su embestida mengua. Hienden su memoria rejones y banderillas, y entre lances de vida o muerte empieza el ejercicio. Acosado por la presión del destino incierto, se suceden las embestidas contra temas-verónica, de exposición reposada y solemne, temas-chicuelina, de factura breve y recortada, pero elegante y efectiva, y tal vez, de remate, algún tema de aliño. Y al final de la faena, exhausto ya el opositor, esperará la hora suprema en la que el destino decide su suerte: o estoque letal, hundido hasta las entrañas, o indulto liberador, que es premio al trapío y excelente hechura en la lidia, y si así ocurriere, saldrá triunfante por donde había entrado abatido y temeroso.

Si el sistema de oposiciones tiene partidarios, cuenta también con renombrados detractores. Marañón, después de ganada por oposición su plaza de médico de la Beneficencia Provincial, se negó rotundamente a dejarse "seleccionar de nuevo por los métodos 'excelentes' que están todavía en vigor en nuestro país". Y tachó las oposiciones de "bárbaras y anticuadas", "vergüenza y cáncer de la Universidad española."

Unamuno, que hubo de opositar varias veces antes de conseguir la cátedra de Griego de Salamanca, decía de las oposiciones que eran "torneos de charlatanerías" y "dique de todo progreso". Y quien, en la primavera de 1891, fuera su compañero de oposiciones, Ángel Ganivet, que optaba -sin éxito- a la cátedra de Granada, dejó escrito en su Idearium Español que en las oposiciones, como en las carreras de caballos, triunfa, no el que tiene más inteligencia, "sino el que tiene mejor resuello y patas más largas", y denostaba el sistema porque la juventud pierde el tiempo "preparándose para ingresar en este o aquel escalafón, aprendiendo a contestar de memoria cuestionarios fofos e incoherentes".

Y llevo el tema al terreno que conozco, el de las oposiciones a judicatura. Este inveterado sistema de selección de jueces, resulta, a poco que se piense, contrario al sentido común; una sociedad avanzada y alerta, que sea celosa cuidadora de sus bienes, no puede dar su conformidad a un método de selección de jueces incoherente, en el que criterios y metodología no apuntan en la dirección de los objetivos que debieran ambicionarse. Es evidente que las aptitudes que con la oposición se ponen a prueba, poco o nada tienen que ver con las cualidades que hacen al buen juez.

La feroz competición memorística a la que es sometido el aspirante a ingresar en la Carrera Judicial, de ninguna manera servirá para verificar las condiciones que deben adornar a un juez. No me estoy refiriendo ahora a cualidades éticas, no mensurables en ese momento, sino a las intelectuales (capacidad de raciocinio y argumentación, perspicacia analítica, buen juicio, solvencia en la tarea hermenéutica, etc.). Decía Ossorio, allá por el año 1927, que la oposición nada garantiza ni en el orden moral ni en el técnico, pues este no queda asegurado tan solo por el acierto en la exposición contra reloj de unos temas sacados al azar en una tarde afortunada. Indudablemente, siempre hay aciertos y de las oposiciones salen buenos jueces, pero no porque aquellas sean un eficaz método selectivo, sino al margen y a pesar de lo desacertado del sistema.

Muchas son las virtudes que han de adornar al juez; pero hay una condición a la que no suele aludirse, que valdría como requisito previo para el acceso a la función judicial; me refiero a la necesidad de que el aspirante cuente con una experiencia profesional adquirida en la práctica del Derecho durante un tiempo razonable. Se trata, en suma, de que quien se estrena como juez no sea un neófito en la práctica del Derecho. Ocurre así en el mundo anglosajón; no puede aspirar a ser juez sino quien viene avalado por acreditadas cualidades de honestidad, aptitud y experiencia profesional. La función judicial aparece así como culminación en la carrera del abogado. La tarea del juez es compleja y delicada y no se aviene bien con la bisoñez; no es razonable dejarla en manos inexpertas.

Sin embargo, entre nosotros las cosas ocurren justamente al revés; el acceso al cargo tiene lugar mediante peculiar selección entre recién licenciados, aspirantes al noviciado judicial. Y los favorecidos, noveles huérfanos de toda experiencia, son lanzados de hoz y coz al desempeño de la función de juzgar en cuya brega se irán haciendo con la experiencia jurídica de que carecían al ingresar en el cuerpo judicial. Es decir, que el juez no accede a la función con el oficio aprendido, sino que lo aprende mientras la ejerce. Bien es cierto que actualmente han de pasar por un período previo de "prácticas" en la Escuela Judicial, breve y de escasa implicación, acortado a veces por la necesidad urgente de cubrir plazas.

Con ocasión de una estancia en la Crown Court de Manchester, los jueces allí ejercientes me preguntaban invariablemente, entre el asombro y la curiosidad, si era verdad que en España se podía ser juez antes de los cuarenta años. Y cuando les confirmaba que, dado nuestro sistema de oposiciones, era posible que un joven de veinticuatro años, con memoria bien dotada y no mala fortuna, se hiciese ya juez, sus empolvadas pelucas se erizaban de estupor.

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