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Renzi derrotado y una carta a Trump

De una sorprendente actitud de Izquierda Unida a otra de Bildu

Hay gente que se sorprende porque Izquierda Unida se alegra tanto de la derrota de Matteo Renzi en el referéndum de hace una semana como la Liga Norte. O que Bildu, a través de una carta enviada a la Embajada de Estados Unidos en España y firmada por su portavoz en el Congreso de los Diputados, Marian Betialarrangoitia, haya felicitado a Donald Trump por su victoria electoral. No hay motivos para la estupefacción. Está en el código genético de varias izquierdas verdaderas y muchos radicalismos doctrinalmente hipnotizados. El caso de Renzi, por ejemplo. Su paquete de reformas constitucionales era globalmente bastante razonable. Tanto que la derecha financiera italiana la consideraba "muy insuficiente". Poner al Senado en su sitio -una Cámara que podía presentar por sí sola mociones de censura o impedir si era el caso la aprobación de una ley- y deshacer ese horror del bicameralarismo perfecto había sido reclamado por políticos, juristas y politólogos italianos de izquierda y derecha moderadas. Pero Renzi no fue elegido electoralmente primer ministro -primer pecado- y es un dirigente que se mueve entre la socialdemocracia y el socioliberalismo -segunda y terminal vileza-. Se encaramó en el liderazgo de un partido del que casi la mitad de los cuadros procede todavía del PCI y desde ahí saltó al poder, pero todo esto es indiferente para Izquierda Unida y algunas de sus fuerzas homólogas en Europa. "Lo que quiere Renzi es aferrarse al poder", le escuché a Garzón el otro día, lo cual no deja de tener gracia en referencia a un país que ha sufrido sesenta gobiernos en los últimos setenta años. Sí, es una reforma para estimular una mayor estabilidad institucional y acortar los interminables procesos legislativos que afligen a la gestión pública italiana desde siempre. Pero la presenta Renzi. Y es una reforma. Y actualmente muchas izquierdas, nuevas y viejas, exigen melodramáticamente cambios estructurales, pero detestan meticulosamente las reformas. Las reformas son malas -digamos- por su misma naturaleza reformista, acotada, limitada. Lo más cómico es esa aseveración según la cual "se pretende un Gobierno fuerte y estable para introducir un programa neoliberal y aplicar la austeridad a rajatabla". Lo mejor es, sin duda, no conseguir una mayoría parlamentaria de izquierdas, sino mantener la inestabilidad institucional a toda costa. Un argumento demoledor. Sobre todo, para el que lo utiliza.

Una de las mayores supersticiones de la peor izquierda es sostener íntimamente que cuanto peor, mejor. He escuchado aplaudir a amigos y compañeros progresistas por la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales. Cuanto peor, mejor, porque Trump significaría, en esta disparatada línea argumental, un elemento perturbador y no totalmente controlable por las élites de Washington, una sustancia tóxica que aceleraría las contradicciones del sistema. Con un poco de suerte, piensa esta lúcida recua, Trump terminará por volar, voluntaria o involuntariamente, la estructura de poder norteamericana y acaso su menguante legitimidad. Es un problema grave para Estados Unidos y por eso puede ser visto con penetrante simpatía por Bildu y otras hierbas alucinógenas afines. ¿Cómo no felicitar a ese potencial héroe negativo? ¿Cómo no agradecerle la destrucción de lo que quede de sano en la democracia liberal de Estados Unidos? Estoy convencido que antes de tomar posesión llegará a la Casa Blanca otra cariñosa carta, de nuevo a través de la Embajada, para reiterar las felicitaciones y prevenir amistosamente: "Y si alguna vez bombardea España por no acabar en su momento con los mexicanos, le rogamos que se sitúe en el mapa sin dudar de las fronteras de Euskadi?"

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