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Luis M. Alonso.

sol y sombra

Luis M. Alonso

Venecia

La masificación turística está originando en Venecia un éxodo de venecianos solo comparable al de la peste bubónica en 1630. La ciudad se fundó en las aguas, pero descansa sobre un cadáver. Por eso, en la Serenísima, las momias se mezclan con los turistas. En temporada alta, Venecia es un infierno. Y casi siempre es temporada alta. Salir indemne de la claustrofobia y del desasosiego supone conocer sus rincones más secretos. Pero incluso los venecianos están convencidos de que ya apenas existen: para encontrar una panadería se ven obligados a recorrer media ciudad, y los niños no pueden jugar en las plazas porque están llenas de terrazas de bares.

Como es lógico, lo que Venecia esconde no se encuentra a la vista. No está en la Plaza de San Marcos ni en el puente del Rialto, que según escribió Paul Morand era en su época una especie de Brooklyn Bridge; ni en las terrazas del Quadri, donde Wagner escuchaba su propia música; ni en el Florian, el café que fundó en 1720 un tal Florian Francesconi y que frecuentaron Goldoni, Goethe y Casanova, además de Gasparo Gozzi, Foscolo, Canova, Shopenhauer, Rubinstein, la Callas y Silvio Pellico, entre otros. Los secretos cobran vida en los paseos al atardecer, cuando los autobuses de los turistas se han ido, por el Campo de San Polo, en Cannaregio Norte o en Santa Croce. En las ocultas bodegas o embarcándose hasta la isla de Pellestrina que cierra la laguna al sur del Lido. O refugiándose del mundo exterior en la iglesia de San Zacarías, donde se puede tocar el cielo con los dedos observando la Virgen con el Niño en el retablo del gran Giovanni Bellini.

Esta belleza oculta no impide que Venecia pueda disimular sus caries víctima de la propia atracción que ejerce, sin un plan que la proteja, y todo ello sin contar que desde hace tiempo se está ahogando.

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