Como Renzi acaba de comprobar, las urnas solo son una fuente de problemas. El fracaso de ese intento de acabar, sin consenso y solo por la vía plebiscitaria, con el entramado que sustenta las singularidades institucionales de Italia es una reafirmación de la conveniencia de mantener a los votantes alejados de la política.

La caída del florentino que quiso convertirse en una reformador solitario se suma a otros casos en los que un número imprevisto de refractarios a lo que les conviene arruinaron la clarividencia de su clase dirigente. La lección de todos esos fracasos en versión española es que vale más no preguntar, por lo que pueda suceder. Ya no estamos en el debate sobre la conveniencia de actualizar la Constitución para solventar los desajustes que generan casi cuatro décadas de vigencia, sino en si los cambios, cuyo alcance todavía está por definir, deben someterse a un referéndum posterior. Dominan ahora quienes prefieren mantenernos alejados de las urnas tonantes antes que exponernos a que cometamos un error.

Pese a la evidencia de que algunos de sus aspectos cruciales quedaron desbordados por el tiempo y los acontecimientos, la Carta Magna sirve todavía como un pegamento cuya resistencia reside en el amplio refrendo que tuvo hace 38 años.

El nuevo encaje territorial figura como uno de los asuntos prioritarios de esa reforma, que no puede limitarse al remiendo rápido para suprimir los aforamientos como pretende Ciudadanos. A estas alturas del proceso, nadie debería dudar ya de que en Cataluña habrá una consulta. La disyuntiva está entre si será ilegal, con un censo reducido al ámbito catalán y de ruptura o sobre una Constitución renovada, reintegradora y abierta al país para solventar esas tensiones, que ahora provocan el bloqueo del país, durante otras tantas décadas. Quienes cuestionan la conveniencia de una reforma constitucional sin pasar por las urnas alientan el referéndum de la discordia