Nadie sabía en la aldea quién le había proporcionado a Xan la fórmula para hacerse invisible. Lo más probable es que la receta viniera de Melgaço, en la parte portuguesa de la raya entre Portugal y Galicia. Como todo el mundo sabe, el oficio por excelencia en las tierras de frontera es el de contrabandista. Muchos de los cuales se volvieron invisibles con dicho embrujo y desde entonces el trasiego de mercancias es asunto de coser y cantar.

Todo empezaba con la búsqueda de un gato negro. Negro, negro, negro. Que no tuviera ni una cana en todo el pelaje. Ni una. Al gato había que sacrificarlo en luna menguante y cocerlo nueve días seguidos en una olla de cobre alimentada con madera de un aliso muerto de pie y totalmente seco. Muerto, muerto, muerto. Seco, seco, seco. Sin una sola hoja verde o rebrote de vida. Si no había aliso, valdrían sarmientos curados de Alvarín blanco de laderas orientadas al sur sobre el río Miño. Después de cocido el gato se colaba por un paño de lino fino y virgen. Tomabas unas cucharadas del caldo, besabas uno a uno todos los huesos del gato y te hacías invisible pues en alguno de los huesos residía el don de la invisibilidad que pasaba por este rito al oficiante.

Xan se recogió en su casa y, finalizado el ritual, salió a la calle. "¿Me ves?", preguntó al primer vecino con el que se encontró. "Te veo", le contestó.

Algo había salido mal. Quizá un pelo del gato se había colado por el paño. O quizá el aliso no estuviera muerto. O quizá el gato tuviera una cana en el bigote ¡Vete a tú a saber! El caso es que sobre la fórmula no había ninguna duda. Era esa, seguro, pues con ella se habían vuelto invisibles cientos de contrabandistas portugueses que operaban entre ambas riberas del Miño con una habilidad prodigiosa que solo se podría explicar por su invisibilidad.

Se prometió a sí mismo repetir el ritual tantas veces como hiciera falta hasta conseguirlo. Y tantas veces como, terminado el conjuro, salía de su cabaña y preguntaba: ¿me ves? recibía la misma contestación: te veo. Y así fueron pasando los años.

Entre fracaso y fracaso siguió haciendo acarreos, a salto de mata, buscando el amparo de las noches sin luna, que es la mejor aliada de los contrabandistas que cargan sobre sus espaldas con la mercancía y el peso de su minusválida visibilidad.

Cada año le costaba más seguir con el oficio. Unas veces ganaba, otras perdía. Unas veces le requisaba la Guardia Civil el género y daba con sus huesos en el calabozo; otras, su café llegaba hasta la capital de la provincia.

Llegó el día de retirarse cuando el reuma y la artrosis se pusieron de acuerdo para levantarle al hombre una frontera infranqueable. A pesar de ello, no desistió de su intento de hacerse invisible y siguió haciendo ensayos con la infalible fórmula. Y llegó también el día que salió de su casa y preguntó: ¿Me ves?; y recibió la respuesta tan largamente esperada: ¡No, Xan, no te veo! ¡Te has vuelto invisible!

Por fin lo había conseguido gracias a su tenacidad y a la colaboración de la comunidad vecinal. Los pueblos, cuando quieren, se unen y despliegan la solidaridad, la complicidad y el cariño por lo propio, pueden hacer cosas increíbles. Como convertir en invisible a Xan y cuidar de sus ilusiones. A los pocos forasteros que se acercan a la aldea de Rebordechán se les advierte de que si se encuentran con un tipo que anda en pelota con un saco de café al hombro, no se asusten y reaccionen con disimulo haciendo como que no lo ven.