Las negras perspectivas demográficas, y las consecuencias socioeconómicas a que nos abocan, son el gran problema de Galicia. La comunidad todavía no percibe esta circunstancia como dramática, pero lo es. La última proyección -con datos del Instituto Nacional de Estadística- apunta a que Galicia perderá en diez años casi 190.000 personas en edad de trabajar, el equivalente a más de la mitad de la población de Vigo. ¿A qué futuro aspira Galicia? ¿A ser una de las comunidades con mayor productividad del país o a depender todavía en mayor cuantía de la solidaridad del resto? La región creará 30.000 empleos en dos años, calculan, pero con salarios bajos y alta temporalidad. En dos décadas el poder adquisitivo de los pensionistas caerá un 29 por ciento. ¿A alguien puede quedarle la más mínima duda de que no hay tiempo que perder?

Por cada menor de 16 años hay ahora casi dos gallegos que superan los 65. Para expresarlo gráficamente: un nuevo trabajador incorporado al mercado laboral por dos pensionistas. Falta poco para que ese desequilibrio alcance cotas insoportables. Las prospectivas apuntan a tres mayores por cada joven en 2031, en apenas tres lustros. Algunas zonas, especialmente del interior de Galicia, acabarán convertidas en erial de mantenerse la tendencia. En ese tiempo, el denominado "invierno demográfico" mermará la población gallega en 231.000 habitantes y la región bajará de la cota psicológica de los 2,5 millones para rondar el tamaño de hace cien años. O lo que es lo mismo, retrocederá a niveles de 1930.

La provincia de Ourense perderá el 12,6% de sus habitantes y la de Lugo, el 11,3%. La región en su conjunto, un 8,5%, siete veces más que la media nacional. La mayoría de los gallegos -1,4 millones sobre un total de 2,489- superará los 50 años, un 15% más que ahora. Y aumentará la soledad: las viviendas con una persona alcanzarán las 347.000, un 29% más que en la actualidad.

A los grandes números se une un cada vez mayor desequilibrio interno de la pirámide de población gallega. La franja entre los 16 y los 35 años, la llamada a dar el relevo laboral, sufrirá un desplome espectacular de casi el 20%. En 2031, Galicia tendrá solo 445.000 jóvenes con esas edades, cien mil menos que ahora. Los nacimientos, a cuentagotas ya, lo serán casi con fórceps: de 18.600 partos anuales se pasará a 12.400, un tercio menos. Eso sí, los progresos en la medicina y la asistencia rebajarán los fallecidos.

Uno de cada cuatro gallegos rebasa los 65 años. No habrá que esperar mucho tiempo y será uno de cada tres. El 35% supera los 80 años. De ellos 1.519 son centenarios, que pasarán a ser 3.687 en apenas tres quinquenios. Los hospitales necesitarán incrementar su presupuesto por encima de los dos dígitos para atender la demanda creciente. Amplia tarea también para los médicos, con crecimiento similar en consultas añadidas.

En la comunidad existen 289.200 trabajadores ocupados de 45 a 54 años (asalariados, autónomos y empresarios). Son las personas que en dos décadas llegarán al retiro. Representan casi un tercio de la mano de obra disponible, lo que significa que en 2036 una de cada tres personas con empleo hoy ingresará en las clases pasivas. No hay ninguna otra comunidad con un porcentaje parecido. Lo que los trabajadores gallegos aportan con la retención de sus nóminas solo da para cubrir el 60% de lo que perciben los pensionistas.

Galicia sigue con la tasa de actividad (población mayor de 16 años que trabaja o busca empleo) más baja del país: el 53,8%, seis puntos inferior a la media nacional. Este parámetro determina el crecimiento potencial del Producto Interior Bruto (PIB). A menos tasa de actividad, menores posibilidades de despegue. La escasez de personal compromete el relevo generacional y hasta la supervivencia misma de algunas compañías. Los jóvenes son expulsados del mercado laboral. O alargan la espera estudiando, o emigran o la falta de expectativas los enclaustra.

Los datos son incontestables, no necesitan adjetivaciones. Ganar en longevidad es una excelente noticia, síntoma de calidad y progreso. Una característica común a los países desarrollados. Una sociedad vitalmente madura también representa oportunidades: toda una industria especializada con mucho por desarrollar. El envejecimiento dinámico y saludable pasa por garantizar la independencia y la plena autonomía de quienes van peinando canas. Entraña cambios sociales profundos, desde diseñar ciudades con menos rampas y barandillas, a viviendas accesibles con servicios comunitarios cooperativos o tecnologías ultramodernas e interactivas para los telediagnósticos y la predicción del riesgo de enfermedades.

No existe otra forma de sustentar ese ensanchamiento extremo de la pirámide poblacional que multiplicar la productividad estimulando la economía. Y rápido. Porque, de lo contrario, la tendencia demográfica declinante llevará a Galicia a convertirse en una comunidad con respiración asistida, dependiente en exclusiva de los mecanismos de solidaridad y de las pensiones. En un contexto, encima, de prestaciones menguantes expuestas a sacrificios y recortes. El envejecimiento repercute en el crecimiento: los patrones de consumo interno, de los que tanto depende la marcha de las empresas españolas, son conservadores. Se venden menos viviendas y coches. Caen el ahorro y la inversión. No fluyen con viveza ideas innovadoras. Si ya resulta difícil ahora ingresar lo suficiente para conservar el Estado del bienestar, lo peor está por llegar.

Apenas queda margen, y denunciarlo no significa infundir miedos apocalípticos sino realizar un sereno ejercicio de realismo. Cuando estemos en condiciones de verificar realmente las consecuencias será demasiado tarde. Las medidas para rectificar la trayectoria no son rentables a efectos políticos porque tardan generaciones en dar fruto. Aunque tampoco pueden improvisarse. Exigen anticipación, ese largo plazo que tanto repudian los gobiernos por falta de réditos electorales inmediatos. Estamos ante un desafío peliagudo. Como ningún otro para Galicia.