Después de esperar casi dos horas en Urgencias del antiguo Hospital Xeral (afortunadamente aún conserva ese servicio la memorable y añorada sede hospitalaria donde salvaron la vida de mi padre de una muerte casi segura, y donde moriría bastantes años después con muy avanzada edad), me llamaron para la observación por una médico acompañada de otra, que parecía estar en prácticas por las explicaciones que la primera le daba. Como debe ser habitual, me preguntaron si era alérgico a algún medicamento, qué operaciones y enfermedades he sufrido y qué medicaciones estaba tomando. A continuación el interrogatorio de qué me ocurre, cuáles son mis dolencias, etc. Me observa con atención, me toma la tensión y me dice que vaya a Urgencias del "Cunqueiro" con el informe que me proporciona. ¡Sí, hoy mismo! Me dice. Era viernes y las ocho de la tarde.

Se lo comunico a mi mujer y tomamos el coche que conduje yo mismo. Más o menos me explicaron por donde debía ir para el señalado colosal complejo hospitalario que lleva el nombre del laureado escritor (poeta, dramaturgo y periodista) vigués de adopción, Álvaro Cunqueiro. Era de noche y la primera vez que me dirigía a tan sonado hospital. Solo lo conocía por los planos y fotografías publicadas en la prensa local.

Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de rotondas que carecían de las más elementales indicaciones y tampoco la dirección al sitio al que me dirigía. Sin quererlo, me vino a la memoria mi viaje en furgón caravana por toda Inglaterra, donde en las siempre grandes glorietas, más antiguas que las nuestras y a quien copiamos, estaban exhaustivamente señalizadas; no solo a la población que uno podía dirigirse, sino también el número de la carretera que te llevaría a ella, y eso en todos los accesos a las mismas. Allí nunca me perdí en el viaje que tenía trazado de antemano, circulando incluso por vías secundarias.

De pronto surgió ante mí, y muy iluminados, los bloques salientes del gran edifico hospitalario. La verdad es que me impresionó su enorme tamaño y buena composición arquitectónica. El mobiliario y los grandes espacios de circulación internos también llaman la atención.

Una vez dentro, y allegándome al mostrador de la "recepción", me sugieren el paso a una sala de espera. Al cabo de poco tiempo me indican que pase a otra sala. Poco después me llaman al despacho de un ¿médico? Y otra vez las consabidas preguntas: ¿alérgico, enfermedades, medicamentos?? Una llamada por teléfono y una enfermera me lleva a un larguísimo pasillo muy ancho (3 m.) por donde circulan modernas camillas con enfermos, sillas de ruedas, coches de niños, enfermeros/as, médicos, pacientes? Me indica que nos sentemos al lado de la puerta del consultorio de la especialidad donde me observarán. Delante tenía la sala de espera de urgencias de pediatría con la puerta abierta de par en par. Había muchos niños con sus madres, padres e incluso abuelos, en una espera interminable en la madrugada. Un bebé lloraba desconsoladamente sin parar en brazos de su madre en el pasillo, para no molestar en la citada sala de espera.

La gente que pasaba preguntaba: ¿los boxes? ¿Por dónde se baja a la planta cero?... Ni un solo plano en miles de metros cuadrados de paredes que te indicara tu posición en aquel laberinto de pasillos.

Al cabo de unas dos horas o más, me mandan pasar. Otra vez las mismas preguntas. Le digo que lo tenía allí en los papeles y me contesta: ¡No, dígamelo usted! La próxima vez, pensé yo, lo llevaré escrito en un papel y se lo leeré de carretilla a quien me lo pregunte.

Después de la observación muy detallada y ponerme unas gotas en los ojos para dilatarme las pupilas, otra vez al pasillo a esperar su efecto. Nueva observación y finalmente me dice: "Lo veo a usted en el Meixoeiro el lunes a las nueve de la mañana, y ya sabe que no puede conducir". Es igual, conducirá mi mujer le contesté yo.

Una vez en la carretera y con las múltiples y malditas rotondas sin señalización y sin iluminación nos equivocamos de ruta y debimos recorrer medio municipio de Vigo, sin luz, y por medio de bosques por lo que podía apreciarse malamente a ambos lados del vial. Al final acabamos otra vez en la glorieta del "Cunqueiro", que seguía luciendo su fuerte iluminación. Esta vez, decidimos ir despacio y procurar no perdernos. Finalmente llegamos a la rotonda de Pereiró. Estábamos definitivamente en la ciudad. Con las pupilas dilatadas, las luces se me multiplicaban en aureolas lumínicas, algunas de colores; tenía la impresión de que en las calles lucían ya los múltiples alumbrados de una adelantada Navidad. Era evidente que no podía conducir yo.

El lunes iré al Meixoeiro en autobús, ya que me dijeron que allí era imposible estacionar en el aparcamiento y en todos sus alrededores, y, además porque es seguro que me volverán a dilatar las pupilas. Conoceré el que creo que también es un extraordinario hospital, aunque bastante más limitado en su volumetría que el visitado.