No resultaría exagerado decir, sin dejarnos arrastrar por las tentadoras corrientes metafóricas, que ayer, en Washington DC, se ha vivido una mañana perceptiblemente trágica; la mayor parte de las caras que observé durante las primeras horas del día trasmitían frustración, rabia y desasosiego, en ocasiones vergüenza, ya que la victoria de Donald Trump, aparte de generar un problema personal concreto para muchos, también ha causado, sí, un trastorno emocional colectivo, porque nadie se lo esperaba o porque nadie quería creérselo, porque las encuestas, de nuevo desacertadas, habían pronosticado el triunfo de la cordura con imperfecciones frente a la frivolidad con tintes xenófobos y autoritarios. A este lado del "planeta americano", por utilizar el término acuñado hace unos cuantos años por Vicente Verdú, nadie entiende lo que le ha pasado a su nación, por muchos mapas bañados de rojo y gráficos interpretativos que ahora intenten explicarlo a posteriori.

Es esa decepción palpable la que nos traslada, como ocurrió en el Brexit, a un escenario alarmante en el que se hallan no solo dos países distintos sino también dos poblaciones aparentemente irreconciliables, en constante tensión, las cuales ni siquiera tienen que padecer la convivencia, como se puede comprobar observando los datos sobre los lugares donde se repartieron el éxito los dos candidatos (zonas rurales y urbanas), la demografía (blancos y minorías), el género (voto femenino y voto masculino) y la educación (menos y más formados culturalmente). Hasta el punto de dividirse los resultados de las votaciones (voto electoral y voto popular), algo que siempre provoca un debate sobre el mismo sentido y funcionamiento de la democracia.

Existen, por supuesto, diversas explicaciones políticas. Uno puede argumentar que estas elecciones no se basaron en los programas, ni tampoco, aunque parezca increíble, en las personas, sino en estar a favor o en contra del establishment, el cual aparentemente acabó recibiendo su castigo. Se habla también de la era de la "pospolítica" y la "posverdad", y que ya no se pueden aplicar las anticuadas reglas del juego electoral a este nuevo panorama. Estamos viviendo unas "guerras culturales", cierto, pero estas ya no se enfocan en el aborto, la separación entre la Iglesia y el Estado, la cuestión de la privacidad, el control de armas o la orientación sexual, sino en una cuestión identitaria que además es ilusoria ("Hacer América grande de nuevo", rezaba el eslogan de Trump).

Los viejos conservadores sofisticados al estilo William Buckley (George F. Will, David Brooks) han perdido su influencia. Revistas como la National Review, Weekly Standard o Commentary, antaño imprescindibles en los ambientes republicanos, pintan cada vez menos. Los neoconservadores y la derecha religiosa están cayendo en el olvido. Ya no se discute sobre el tamaño del gobierno o la existencia o inexistencia de la sociedad. Es una batalla por la definición. Y han ganado los que creen que en ella no caben todos. De ahí la vergüenza de unos y la alegría de otros. Es que el país en el que vivimos no siempre es el país que nos imaginamos.