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Desesperación, marcas blancas e incertidumbre

Estados Unidos cuenta desde ayer con un presidente sin la menor experiencia política. Después de haber tenido a un negro en la Casa Blanca durante ocho años, los estadounidenses han optado por un giro aún mayor y han entronizado a una estrella de la televisión que, tras quebrar como empresario convencional, se reinventó con la ayuda de los bancos como un empresario atípico cuyo mayor haber es su apellido. Una marca Trump que ayer alcanzó sus máximos, rompiendo con la tradición de que los presidentes lleguen al 1600 de la avenida de Pensilvania desde las filas senatoriales o desde la gobernación de uno de los 50 estados.

La elección de Trump, tras la campaña más áspera y desagradable que se recuerda, es el recurso de casi 60 millones de estadounidenses a un individuo que -sin ser un antisistema; más bien es la marca blanca del sistema- abomina de la vieja política y de sus usos. Trump plasma esas fobias tanto con su lenguaje desabrido y trufado de insultos como al alardear de evadir impuestos, el instrumento básico para que los políticos profesionales desarrollen sus programas. En las elecciones del rechazo, en las que se ha votado más a la contra que a favor, la victoria de Trump es el síntoma de un profundo malestar social, como lo fue la inusitada resistencia que en el campo demócrata ofreció el socialdemócrata Sanders a Hillary Clinton. Las sociedades necesitan válvulas de escape y, cuando no las encuentran, se van cantando detrás del flautista de Hamelin.

Al elegir a Trump, casi 60 de los 320 millones de estadounidenses han denostado las viejas políticas que representa Hillary Clinton, cuya llegada a la Casa Blanca como primer dama se produjo en 1992, hace ya ¡un cuarto de siglo! Cierto que a lo largo de su carrera política la distante y secretista Clinton ha sido incapaz de despertar simpatías, y que, con los años, se ha forjado la imagen de haber aprovechado la política para hacerse millonaria. Pero no son sus millones los que molestan -muchos políticos estadounidenses los tienen por arrobas- sino el penetrante olor a naftalina que desprende.

Eligiendo a Trump, casi 60 millones de estadounidenses se han sumado a lo que ya es un fenómeno mundial: el populismo. Ataques verbales al sistema, desde la izquierda o desde la derecha, y frases grandilocuentes de bajo peso específico. Lo conocemos en Europa, desde el brexit a Marine Le Pen, Pepito Grillo o Podemos, y lo conocen fuera del Viejo Continente: el filipino Duterte es uno de los últimos desafíos populistas. Este recurso a los revulsivos mensajes del populismo, hueros de propuestas consistentes, enlaza, por otra parte, con el influjo que el radicalismo yihadista ha ejercido en miles de jóvenes mal integrados en las sociedades europeas, llevándoles a combatir en Siria o a perpetrar atentados terroristas sofisticados o artesanales. Cuarenta años después de la llegada de Reagan a la Casa Blanca, la depauperación de las clases medias, por la rapiña y por la globalización, ha alcanzado un nivel que exige una seria reflexión.

La llegada de Trump a la Casa Blanca, reforzado, o controlado, por un Congreso en el que los republicanos dominan las dos cámaras, no puede, por el momento, sino aumentar la incertidumbre de un mundo ya de por sí bastante incierto: la senda de la recuperación económica es cualquier cosa menos segura y en el viento resuenan con preocupante intensidad las ráfagas del yihadismo y de una escalada de tensión cuyos resabios de guerra fría será difícil rebajar con la manida invocación de la "amistad" entre Vladimir Putin y el magnate. Solo cabe esperar que, superadas la extrema euforia y la extrema depresión de los primeros momentos, el complejo juego de contrapoderes edificado por EE UU en sus dos siglos y medio de vida encauce a Trump. Al fin y al cabo, la presidencia de Obama nos ha dejado un ejemplo nítido de lo limitados que, en el fondo, son los poderes del presidente de los Estados Unidos.

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