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Íncubos y súcubos

Según la superstición popular, íncubo era el demonio que con apariencia de varón tenía comercio carnal con mujer, y súcubo, el mismo espíritu maligno que tomaba forma de mujer y tenía relación de igual género con varón.

Fue un penalista - Sighele- quien tomó esta terminología para referirse a la pareja criminal, en la que uno de sus componentes tiene el dominio del otro; uno idea la acción y el otro, instigado y sometido, lleva a cabo o comparte su ejecución.

Pero esta relación invasiva y dominante, madre del vasallaje, se da también -mutatis mutandis- fuera del mundo de los enredos y fines criminales y, por tanto, no para la comisión de ilícitos, sino como forma peculiar de relación, dual o de grupo, en la que hace de argamasa una suerte de sumisión que si unas veces responde al interés -los tratadistas hablan, entonces, de "pupilaje de rédito"- otras es producto de astenia sobrevenida o de congénita memez -en cuyo caso se denomina "pupilaje de ciruelo"-.

Es el súcubo hombre de bajura, de claudicante cerviz cuya palabra suena a eco de otra voz. Es su imagen la del cánido manso a un fonógrafo pegado; de espinazo cultivado en un juncal, es dúctil, correveidile y cotillero que sirve a su patrón el chisme interesado con el que alimenta el baboso festín de su coyunda; esforzado lacayo, es necio de toda necedad. Sojuzgado y temeroso de perder el favor de su señor, ninguna de sus ideas refuta, y evita temeroso contradecirle o contrariarle. Asombra el mimetismo al que se entrega: hace suyas las fobias de su dueño, y por quienes este mostrare desafección se cuidará de revelar querencia alguna. Y resulta lacayuna su clemencia redentora cuando hace del desafuero de su íncubo atributo singular, y de su exabrupto, donaire y agudeza.

Mas, frente a lo que pudiera parecer, el íncubo no es líder, en el sentido noble y verdadero del vocablo. El líder no obra para sí, sino para el grupo al que conduce y cuyo beneficio común procura. Sin embargo, el íncubo, solo en apariencia luminoso, es todo ojos para su ombligo, y se pierde, ebrio de protagonismo, en el desagüe de su espiral umbilical. No cultiva amigos, sino corifeos y sumisos, no lleva bien la disidencia, a la que tiene por traición; no acatar es atacar, el que discrepa, apostata, y si no estás conmigo, es que estás contra mí.

Todo súcubo se debe a un solo dueño, porque este, dominador y receloso, celoso y absorbente, no comparte rebaño. Sin embargo, es frecuente, y propio de la especie, que de un mismo íncubo vivan prendidos y preñados varios súcubos; y es que estos se encuentran seguros al abrigo de un pensamiento grupal.

Se conocen casos de íncubos que, frente a otro de su especie, adoptan modales y actitudes de súcubo, lo que tanto puede obedecer a vínculo de sumisión estable como a ocasional transmutación interesada, subespecie de un pupilaje "de rédito", calculado y lametón.

Para que cobre vida una relación de esta especie, se precisa de un espíritu -el del súcubo- sin peso propio, dócil, que propenda a la estolidez, pues solo quien por esas notas se distingue tolera ser mentalmente subyugado. El íncubo, calculador, al mismo tiempo que sojuzga, gratifica con migajas que el vasallo, de entendimiento canijo y desnutrido, agradece manso, entregado y sin reparo. Y es espectáculo entretenido contemplar el alborozo de los pobres fámulos cuando son apaciguados con azucarillos precarios y pringosos, que, como merced, reciben de aquel a cuya merced están.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo

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