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Ilustres

Los grados del dolor

Aunque para nosotros sea una cuestión que esporádicamente asalta las primeras planas de los periódicos y las cabeceras de los telediarios, el desgraciado asunto de la desaparición, muerte y la ausencia del cadáver de Marta del Castillo constituye un penoso caso de cómo algo tan dramático puede aparecer y desaparecer en función de la puntualidad de otras noticias. Ha vuelto a hablarse del asunto a raíz de la desaparición de Diana Quer. El dolor, el verdadero dolor, la verdadera magnitud de la tragedia sólo sobrevive permanentemente entre los familiares y amigos de Marta del Castillo, asesinada por una banda de desalmados sin entrañas.

Resulta curioso descubrir cómo funciona la gradación de los sentimientos de quienes sufren la ausencia de la víctima. Cuando se produce la desaparición en un primer momento la familia se inquieta y se acoge a la posibilidad de que la chica (hay cientos de casos similares sin resolver) se haya ido, o que haya tenido un accidente, pero se mantiene indemne la esperanza de que más temprano que tarde vuelva a casa. Después, la familia, los amigos, los voluntarios recorren los lugares en los que sospechan que quizá se halla la chica. A medida que el tiempo transcurre, los familiares ya juegan con una posibilidad más dramática: que la víctima haya sido secuestrada y, una vez comunicada su ausencia a la policía, aguardan impacientes a que los secuestradores se pongan en contacto con ellos porque están dispuestos a pagar incluso lo que no tienen con tal de recuperar a la muchacha asiéndose a la petición íntima de que no haya sido violada, torturada, vejada hasta extremos de crueldad insufrible.

No es difícil imaginar los insomnios, los llantos, los rezos, los diálogos esquinados y los silencios de quienes esperan el regreso de la ausente: la degradación de su cotidianidad. En los medios de comunicación efectúan llamamientos desesperados a los secuestradores solicitándoles la devolución de la víctima y apelando a una piedad de la que los delincuentes carecen. Así pasan días, semanas, meses, años en ocasiones, y la probabilidad de que la desaparecida no regrese nunca o de que esté muerta, adquiere la dimensión de un terremoto que desordena su mundo.

Una vez que la policía captura a los secuestradores y éstos confiesan que abusaron de la chica e hicieron desaparecer el cadáver, se produce una búsqueda del mismo en los distintos escenarios en los que los delincuentes dicen haber enterrado a la muchacha. Y se rastrea y se excava aquí y allá en vano, como los descendientes de los asesinados en la guerra civil buscan en cunetas y fosas y descampados para dar con los huesos de las víctimas porque hay un instante en la vida, un instante duro y podrido, en el que desertas de cualquier esperanza y sólo deseas encontrar el cadáver para que éste repose en el panteón familiar, en el cementerio del pueblo, a mano siempre para llevarle unas flores, rezarle una oración, charlar con el asesinado en los momentos más amargos.

Somos un pueblo apegado a sus muertos y por eso los padres, la familia, los amigos de Marta del Castillo desean que aparezca de una vez el cuerpo brutamente exterminado para darle reposo no lejos de donde ellos sobreviven con la amargura y el dolor que la acción brutal de unos tipejos les infligió.

La chica, Marta del Castillo, es, de momento, uno de tantos cadáveres extraviados en este país donde con tanta frecuencia desaparecen personas y son halladas al cabo del tiempo o nunca y la memoria de los ausentes se instala entre los familiares y amigos como un hueco irrellenable, ese dolor obstinado con el que convivimos y que de alguna forma nos hace sentir vivos, trágicamente vivos. La esperanza inicial de que aparezca con vida la ausente, a la que sigue la sospecha de que eso ya no va a ser posible, deriva finalmente en el humilde consuelo de que se encuentre de una vez el cadáver para que repose entre los suyos. Quizá vivir sea aferrarnos a esas lábiles esperanzas, ir rebajando nuestras iniciales aspiraciones y acogernos con resignación a la dicha transitoria de cada instante por fugaz que sea.

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