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Ilustres

Niño con balón

El lunes, tres de octubre del año del Señor de dos mil y dieciséis, a las dieciocho horas y trece minutos de la tarde, tuve una visión. Es cierto que hay categorías y categorías de visiones: a algunos se les aparecen sus antepasados muertos y corren a encender una vela o entran en un bar para exorcizar el encuentro y le piden una copa al camarero, a otros, algún santo y deciden hacer una colecta para erigir una capilla y al de más allá los asalta una alucinación llegada del espacio y lo cuentan en Cuarto Milenio. A Cunqueiro y a Rulfo se les aparecían los muertos y escribían, nada mal, por cierto. A mí se me apareció mi infancia o los restos de una infancia que creía demolida al ver a esa hora, sin trampantojos de por medio y en un estado de sobriedad lamentable, con un cielo azul otoñal digno de una estrofa de Juan Ramón ("Dios está azul?") a un muchacho de unos trece años que llevaba bajo el brazo izquierdo un balón de fútbol y en la mano derecha empuñaba un bocadillo de Nocilla.

Así, como recién salido de un NODO triunfante y encomiástico, una de aquellas grabaciones en blanco y negro que siempre protagonizaba un tipo poco agraciado que embocaba bolas de golf en los hoyos de La Zapateira, pescaba atunes como cachalotes en las costas del Cantábrico, inauguraba centrales hidroeléctricas, recibía a embajadores plenipotenciarios que suena muy engolado o entregaba copas de fútbol que llevaban el nombre de su graduación apoteósica: generalísimo. Tengo para mí que el aumentativo era una forma de añadir dos palmos a su estatura de prócer menguado, como menguados fueron, eso dicen, Napoleón y Alejandro Magno. Y Torrebruno.

Acostumbrado a que los deportes, en general, hayan desertado de los espacios públicos, de los parques, de los patios interiores, de las plazas, de las calles por las que apenas transitaba algún vehículo perezoso, los carros de las lecheras y los carritos de los vendedores de golosinas, reencontrarme con la antigua iconografía encarnada en un mozalbete, fue como retroceder medio siglo, a una ciudad pequeña, casi familiar, en la que la libertad consistía en establecer una portería de fútbol entre dos piedras o dos prendas de ropa, y dar rienda suelta a la furia de las patadas sin árbitros ni reglas más que las que inventábamos. Tres córners son penalti.

Allí estaba otra vez el Ourense de los viejos tiempos (no mejores, sin duda); la ciudad era entonces, en efecto, más chica y había menos habitantes pero uno buscaba espacios y los encontraba, donde necesitase esparcimiento, desde el Montealegre a Las Lagunas, sin edificar, desde el puente Romano hasta el jardín del Posío. De alguna forma, aunque más pequeña, era, a la vez más grande. Uno corría detrás de un balón y se detenía para darle un mordisco al bocadillo de queso con membrillo, para beber en la fuente o para mear contra el tronco de un árbol y volvía a la faena.

Hoy existen espacios acotados para el deporte, en las canchas de los colegios y los institutos, en los pabellones deportivos, pero ya no esos ámbitos que se asaltaban con un balón (reglamentario, decíamos) de fútbol y de los que los viejos huían para no ser descalabrados por un punterazo o punteirazo del Pirri de turno. Si el énfasis deportivo rozaba la delincuencia, aparecía un guardia que se apropiaba del balón, lo colocaba contra el costado, en el rombo que el brazo formaba cabe la cadera, y se acababa el partido? hasta que el más osado iba por detrás, de un puñetazo hacía saltar el balón y huíamos todos a jugar a otro sitio.

Claro que no había terrazas con pantallas de televisión, ni estructuras con publicidad, ni obstáculos que restringieran un ápice la libertad en la que nos movíamos, esquivando todos los peligros que nos anunciaban en casa, desde una apendicitis por comer cáscaras de pipas o morir atragantados por un chicle que le comprábamos al Espinita que, como todo el mundo sabía, é pequeno pero xa pica.

Así que ver ese lunes al chavalote con el balón y el bocadillo (al que dijese entonces bocata le partiríamos la cara a tortas) fue como remontar la corriente de un río imposible e instalarme, cómodamente, a la sombra de un árbol en el parque de San Lázaro y esperar a que llegasen los de la pandilla para sortear los equipos y empezar un partido de fútbol que ya sólo puede tener lugar en la tierra húmeda de la memoria. Muchos de los jugadores de entonces están ya en otro sitio.

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