Martín: "En mi clase de primero de BUP había un chaval con un talento extraordinario para dibujar. Tenía el don. No se aprende en ninguna escuela. Se tiene o no se tiene. El talento natural que hace que las cosas sean creativamente más sencillas. O más difíciles si va acompañado de un saludable nivel de autoexigencia. Y se desarrolla o se abandona. Depende de cada uno. Depende de las circunstancias. Él lo abandonó. Me lo encontré muchos años después. Apenas había cambiado salvo por una incipiente calvicie donde antes había una cabellera que hacía suspirar a más de una compañera. Le reconocí sin problemas y fingió hacer lo mismo conmigo. Le invité a un café. Se había casado y divorciado, tenía dos hijos a los que apenas veía, y trabajaba en una oficina porque de algo hay que vivir. Mientras hablábamos no paraba de garabatear en una servilleta. Le pregunté por qué había dejado de dibujar, por qué había desperdiciado ese don. Me miró sorprendido. No por la pregunta sino porque se la hiciera. Se había acostumbrado, tal vez, a que nadie le planteara cuestiones que podían incomodarle por recordarle cosas en las que no quisiera pensar. Dejé de verle sentido, respondió con sencillez. Me pregunto cuánta gente hay como él, personas de talento en cualquier cosa que un día dejan de ver sentido a lo que hacen. Y dejan de hacerlo o, lo que es peor, siguen haciéndolo.
"Se fue. Insistió en pagar. Cuando salió cogí la servilleta que arrugara en el plato del café y la estiré. No sé qué había dibujado, líneas que se cruzaban, un círculo suspendido en el aire, unos ojos casi cerrados, un signo de interrogación, unas volutas de humo, algo parecido a un corazón fragmentado. Un dibujo hermoso e indescifrable. Estuve a punto de guardarlo pero, pensando de pronto que quizá fuera desleal conservar un resto de su renuncia, lo deje junto al sobre de sacarina roto y la galleta de almendra sin probar".
