(A Juan Carlos Rodríguez Adrede, in memoriam)

El 24 de este mes falleció Juan Carlos Rodríguez, catedrático emérito de la Universidad de Granada, reputado experto en literatura española contemporánea e impulsor y eminencia gris del movimiento poético-político marxista Otra Sentimentalidad, que tuvo cierto eco en los confusos años ochenta. Uno de sus más conspicuos proponentes -los otros fueron el marido de Almudena Grandes y un tercero que no recuerdo- polemizó con Fernando Savater a propósito de lo conveniente que sería para Andalucía diferenciar su propia lengua en aras de allanar el camino hacia la independencia. Toma ya.

No obstante, en los últimos años Juan Carlos Rodríguez evolucionó desde un zapaterismo desembridado a posiciones bastante conservadoras haciendo especial hincapié en los dislates del nacionalismo periférico. Y eso que no llegó a ver adonde ha ido a parar Izquierda Castellana (en la que, estoy por apostar, milita Wyoming).

Pero hay una faceta de Juan Carlos, anónima y lúdica, que es la que quiero resaltar. Fue extraordinario prosista -el mejor en los blogs en español junto con el crítico literario García-Posada-, jinete de dos nicks míticos, Althusser y Adrede. Primero en casa Arcadi y, finalmente, chez Manuel Jabois. Lo de Althusser le venía de haber sido discípulo del filósofo marxista francés, popular, entre otras hazañas, por haber estrangulado a su mujer.

Me unía a Juan Carlos Rodríguez gustar de la obra de Cela (sin que lo supieran sus allegados) -y la prosa de Umbral y la de Diego Torres de Villarroel- y separaba mi indiferencia respecto a Proust y su detestación de Dos Passos y Tom Wolfe. Mantuvimos sonadas polémicas, yo embozado en múltiples nicks. A veces, al no estar registrados los nicks, servidor firmaba con los suyos para endosarle alguna maldad, aunque no era fácil imitar su estilo. Los mejores imitadores fueron el poeta Josean Blanco, el bibliófilo y erudito Sergio Campos y el acuchillador de la noche Ramón Estrada. Vayan estas líneas en honor del maestro Adrede cuyo nick, por penúltima vez, vuelvo a usurpar.

Poeta tardomudéjar

Este octubre tornadizo, que descuelga sus airones nevados de las arcangélicas sierras granadinas y remonta las humedades salitrosas/traidoras del mar, acabará conmigo y con la paciencia de mamá. A fuer de inactivo proustiano me viene bien esta reclusión involuntaria porque, mientras me meso la perilla sequiza y tardomudéjar, medito.

Y es que medito y me mimetizo con todo y me disfrazo en libélula grácil y parlanchina, y en la noche efébica, frente al espejo, me contoneo susurrando, como el sicópata de El silencio de los corderos y recito Oficio de tinieblas y El Capital. Lo mío del disfraz y el travestismo viene de lejos, de la lejana infancia en que mamá me disfrazaba de pelayo, primero, y flecha, después, y una vez hasta de esfinge y tan bien que parecía, yo, un gato con alas. Qué forma de hacerme hombre tenía mamá -al calor de este pisito chillón de cretona a cuadros, este picadero materno-filial, este nidito de amor- y luego me reprocha quedarme soltero y sacar del armario, de vez en cuando, el traje de torero y ponerme ante el espejo a porta gayola.

Otrora las ideas me surgían/brotaban como el frío de la nieve y la nieve del frío. Qué derroche de polémicas me asediaron en vida ante la indiferencia perruna de los viandantes. Medito. Menudos negocios hicieron los catalanes del textil, en la posguerra y más allá, vendiendo banderas de España. A Franco se le recibía en las calles de Barcelona con flores frescas. Cuando pasó la moda se reconvirtieron en las esteladas. Mejor negocio aún. Últimamente, los españoles estamos envejecidos y estropeados como un cucurucho de papel de estraza pisoteado con dos churros dentro. Cuando llevábamos tres anarquistas, un cura y dos legionarios en el corazón, todo el mundo nos cedía el paso.

Aún no he dicho aquí que yo le daba luz al aire. En mi alma siempre hace sol aunque me lluevan las desgracias. Yo agrupaba en mí todos los movimientos de la perífrasis y la parsimonia. Soy un número perfecto. Soy un número palíndromo. Lo reconozcáis o no, banda de zarzueleros. Ahora estoy frío como un relámpago gastado. Pero antes fumaba sin amaneramiento, solo por vicio y para que los hombres, eso que llaman pueblo, me tendieran la llama de diez Dupont de oro. Antes podía arrancarle el ojo y la reputación a cualquiera de un bocado. De repente solo puedo ser insolente conmigo mismo, con Calaza y con Jabois.

Medito, sí, que, a pesar, sí, de la noche acechante mi romanticismo urgente no se agota en la prosa sonajero ni en nimias recomendaciones de europeísmo /civismo, no, y estalla en un celestineo de buenas formas, como mi mamá y la mejor tradición granadina/andaluza aconsejan.

La derechona, enjoyada y teñida de colorines enfáticos, tiene malísima memoria (a pesar de que todos son abogados del Estado y registradores) cuando de sus crímenes se trata. Ahí están los horrísonos ejemplos de Calaza y Moa, inevitablemente gallegos a la par que el ferrolano tripón, practicando orgías históricas. Hasta Torrente Ballester -esa monjita rumiadora, ferrolana- excluyó arteramente a Cernuda (qué gran logro lingüístico su aguachirle conyugal, qué inmenso logro, Pedro Luis) del diccionario de literatura española de su malhadada autoría.

Solo se le ocurre a mamá sacar el rosario de cuentas de viejo oro enlazándome los dedos como si fuésemos novios, estos dedos míos, gratos, silenciosos, fumadores, anillados, pecadores, ilustrados de mutismo y palidez aunque a mí me hubiera gustado fuesen tardomudéjares, oscuros, guitarreros, poderosos. Cuentas de oro viejo como mis palabras todas, mis adjetivos todos, todas mis conjugaciones policromadas de alegría nazarí semejante a unos jeans apretados refulgiendo bajo el neón de la noche golfa. Reza, amor, dice mamá, y deja de ensoñarte con Jabois.

Mamá dirá lo que quiera, pero a fuer de arrubiado y romántico puedo alardear de que el volumen de mi correspondencia con los mejores espíritus de esta época sea inabarcable. Lo de romántico, por la elegante pasión que jaspea mi prosa ceñidamente precisa sin dejar de ser aérea, altiva sin renunciar al cuerpo a tierra que vienen los nuestros, esponjosa sin pérdida de compacidad y rigor, morena de sol alegre, como los ojos de Solimán, qué hombre. Lo de arrubiado, por Keats y Byron, muertos tan jóvenes y bellos que hubiesen merecido ser socialdemócratas e incluso ministros de Zapatero El Bueno o novios de Pablito El Bananero, que un ramalazo sí tiene. O de Calaza, primera pluma de Chueca y quinta de Galicia.

Ya veis, cuando uno se pone a pensar de qué manera deben decirse las cosas no atina con lo que busca y acaba perdiendo la cabeza por esta mi vocación de obstinado zahorí proustiano. ¡Qué queréis entonces que le diga a un, verbigracia, amable corresponsal gallego! Pues que pulcramente orine sobre la obra de Murguía y los discursos de Franco y rebusque entre mis notas abundosas hasta dar con lo que le hará conformarse, con una total conformidad y adhesión, a lo que digo, si hay fortuna y hasta que rueden mejor las cosas.

Solo soy un modesto zagalillo de provincias que ofrece en su pico una tierna ramita de olivo, muestra de perdón y aprecio. A mí no me citan como a Calaza -qué más quisiera uno, Pedro Luis, qué más quisiera- en webs tan prestigiosas como la de la Hermandad del Valle de los Caídos. No, yo apenas sobrevuelo las catedrales de la cultura, paloma coja atraída por el misterio de las ojivas del saber.

Me robaron el Planeta

También es mala suerte la mía que me priven siempre del Planeta y se lo den a cualquier sinsorgo de derechas por una novela que, a buen seguro, debe ser mareante y aburrida como una tarde con Rosa Montero hablando de los indiecitos de la Nicaragua profunda. Quiere decirse y se trata de reiterar, por ejemplo, que su lectura sufrirá en cotejo con la tersa prosa proustiana o la de Torres de Villarroel. Y de esos frutos fecundos vengo yo oliendo a canela y a charol de guardia civil, por herencia directa de Lorca.

Somos muchos los que tenemos perfecto derecho a exigir el Cervantes. No tantos a poder aportar méritos antifranquistas, oreados de fragancia románticamente tardomudéjar y vocablos floridos de casticismos neobarrocos que escarnecen con ruda crueldad la peculiar naturaleza de los lletraferits mugrientos. Donde cualquiera con menos genio, o sea, hubiera escrito bestia, animal, bruto, asno, burro, pollino o mula para zaherir a un presidente o a una vicepresidenta, por muy compactamente democráticos que fuesen ambos, a Umbral, y, todo hay que decirlo, a su bufanda, le bastaba con insinuar "el niño y la vieja sentados en el banco azul". Eso es prosa. Y no la de Jabois.

A Jabois, el hambre de amor que siente por mí lo enloquece como si yo fuera James Dean. Sí, le arden, pican, tiemblan y tabletean las cachas como una ametralladora enamorada, pero yo solo puedo ofrecerle la aguachirle conyugal en compañía de mamá.

Encamado como estoy, por un mal airón que me entró de tanto releer a Covarrubias, aprecio la compañía de mamá que me cuenta cosas de su juventud en la Sección Femenina y otras que leyó en Umbral. Ha traído unas natillas y sentada al lado dice que en aquella época campamental de luceros del alba, tuberculosis y gasóleo, a la prosa de Buero Vallejo -a su escritura toda, insistía el cabronazo de Umbral- ya le había salido, a semejanza de su figura, una joroba prematura y un mal color cerúleo. También había algún que otro falangista sarasa que se había apuntado a lo de los correajes como ahora los flordeté militantes a las chupas de cuero acorazadas con clavos macho-sado.

Eran ellos/ellas reconocibles por sus manos pajilleras revoloteando alrededor de cuanto comentaban en el Gijón. Qué dicción la de D'Ors, Pedro Luis, qué dicción. Sobre todo, estaba Baroja que, cuando Julio Aparicio fue de uniforme a entregarle el preceptivo carné de periodista, le comentó, muy agradecido, que ya no salía de casa porque temía que los falangistas le dieran por saco sin pagar el servicio.

Todo aquello, el paraíso de los que ganaron la guerra, era una piscifactoría de pollas frescas para marquesas cincuentonas que habrían hecho su miel en este sindiós bananero de ahora. Pasa un frío rápido, como un airón. Qué cosas me contaba mamá.