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Juan José Millás.

Estamos invadidos

Hay tantas clases de miedo como estrellas en el firmamento. El miedo a que no te quieran, a perder el trabajo, a no obtenerlo, a morir y a no morir, el miedo a la oscuridad, al hombre del saco, a las arañas, el miedo a los notarios y a los secretarios de Estado, el miedo al jefe y al subordinado, a que te den ganas de hacer pis en medio de un concierto. El miedo a coger un catarro tonto o una hepatitis lista, el miedo al hospital, al olor de quirófano. El miedo a papá o a mamá y a los compañeros de clase, a las escaleras que bajan al sótano, a las voces del interior de la cabeza, a las ortopedias, al análisis sintáctico y a la química orgánica. El miedo al lunes o al domingo, el miedo al miércoles o al jueves. El miedo a la asfixia, a la niebla, al bosque y al Ratoncito Pérez...

Si hubiera una pastilla para cada miedo, tendríamos tantas pastillas como estrellas hay en el firmamento. Y las confundiríamos continuamente. En vez de tomar, no sé, la del miedo a las arañas, tomaríamos la del miedo a los notarios. Pero a lo mejor ese día no necesitábamos ir al notario, por lo que nos habríamos dañado inútilmente el hígado. La sola idea de hacer daño a una víscera tan suya, tan potente, nos proporcionaría un ataque de ansiedad. En tal caso, deberíamos tomar un ansiolítico. Yo, los ansiolíticos, los tengo separados del resto de las pastillas, en un sitio especial, y siempre llevo alguno en el bolsillo.

Escribo estas líneas desde la habitación de un hotel, en la que, a punto ya de meterme en la cama, he descubierto junto a la mesilla de noche seis o siete tijeretas a las que no he logrado dar muerte porque se han dispersado al cernirse la sombra de mi zapato sobre ellas.

El miedo a las tijeretas. Más que a las tijeretas, a la leyenda de que mientras duermes se cuelan por los oídos, llegan al tímpano, hacen un butrón en él y alcanzan el cerebro, donde se comen el área del lenguaje.

Inmediatamente, me he tomado un ansiolítico para pensar las cosas con frialdad y he decidido no acostarme. Tengo también miedo al insomnio, claro, pero hay miedos que desaparecen ante un miedo mayor. En la habitación de al lado, alguien, una mujer, acaba de gritar: ¡Tijeretas!

Parece que estamos invadidos.

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