Siguen anclados en el pasado, en un pasado que continuamente aureolan, y no han entendido nada de lo que sucede.
No lo entienden o se niegan a entenderlo, que es igual: siguen con los mismos reflejos defensivos, los tics de antes.
No quieren darse cuenta de que el país ha cambiado, de que hay una nueva generación hundida en el precariado que no se resigna y quiere hacer oír su voz.
Una generación forzada en muchos casos al exilio, a alquilar su talento fuera porque aquí no encuentra trabajo y no puede devolver al país lo que éste hizo por ellos.
Recuerdo las acampadas de hace ya cinco años en la Puerta del Sol madrileña y aquella viñeta de El Roto que decía: "Los jóvenes salieron a la calle y súbitamente todos los partidos envejecieron".
No tomaron nota entonces ellos tampoco, optaron por seguir como si no hubiera pasado nada, como si una globalización desniveladora no exigiera de la izquierda nuevas respuestas, y así estamos.
Recurren a sus viejos santones, sin darse cuenta de que ya no tienen predicamento para abroncar a quienes reclaman un golpe de timón, un nuevo comienzo.
No entienden que hay un antes y un después y que lo marcó claramente la claudicación ante Francfort y Bruselas, cuando el entonces presidente socialista del Gobierno aceptó anclar la estabilidad presupuestaria en la Constitución.
A diferencia de otros países, más cautos, quisimos ser más papistas que el Papa anteponiendo a todo lo demás el pago de la deuda, los compromisos con los sacrosantos mercados. Hicimos como había hecho y nos reclamó entonces Alemania, pero no somos ni mucho menos Alemania, y ahora estamos pillados.
Habla su vieja guardia de gobernabilidad y estabilidad, habla de España como lo haría el PP. Pero España no es ni mucho menos ese todo homogéneo que se nos presenta.
No lo es ni en lo social, ni en lo económico, ni en lo cultural: hay, como ocurre en cualquier país, fuertes conflictos de interés, por más que la derecha los trate de disimular, apelando siempre a la nación, a la patria.
No aceptan que, por culpa precisamente de sus errores y carencias, haya surgido un partido a su misma izquierda: un partido que ha sabido encauzar el descontento de tantos y que, les guste más o menos, parece estar ahí para quedarse.
Un partido del que puede molestar la arrogante intemperancia de alguno de sus líderes o el narcisismo de las pequeñas diferencias, pero al que deberían tratar de ganarse en lugar de anatematizarlo.
Millones de ciudadanos reclaman con fuerza la unidad de la izquierda frente a la flagrante insensibilidad social y la corrupción de quienes solo aspiran a seguir gobernando por la gracia de Dios y los mercados.
Pero la izquierda está hoy más dividida que nunca, y así le va.