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Ceferino de Blas.

La ciudad de Leal

Francisco Leal Insua es el caso típico del intelectual franquista que por el hecho de serlo ha sido minusvalorado. Nunca ha sido perdonado ni se le han reconocido los méritos. Abundan este tipo de ejemplos.

Transcurrido más medio siglo de su estancia en Vigo, es llegado el momento de que el rechazo de Leal y otros intelectuales en su situación se debata en público y no se descalifique de tapadillo por grupos y en conciliábulos de parte.

No es de recibo que una minoría cultural imponga la idea motriz de desprecio al "franquista", así, sin matices, cuando los matices son capitales. Ni que expenda carnés de buenos y malos en la película de las secuelas de la guerra civil.

Estaría bien que, en alguno de los múltiples seminarios que se organizan en las Universidades, se abordase sin ambages, y con la mayor objetividad posible, este asunto. Es decir, clarificar las razones de por qué se decapitan callejeros y se lanzan insidias, a veces, desde el desconocimiento, sobre literatos como Pemán, ensayistas como Laín Entralgo y otros de su fuste. Por qué los descalifican o envían al rincón del olvido por el hecho de haber cosechado éxito en la oprobiosa cuarentena, sin que se les pueda atribuir maldad ni perjuicio hacia los desafortunados tras la contienda fratricida.

Leal Insua es una de esas víctimas. Viene a cuento su recuerdo, a raíz del homenaje que acaba de rendirse en Vigo a Camilo José Cela. Fue quien lo reintrodujo en la ciudad, al conseguir que colaborase en FARO en 1952. Desde entonces el futuro Nobel volverá con frecuencia al solar de su infancia, en donde aprendió las primeras letras, y mordió a una monja, en el viejo Colegio Cluny.

Quiérase o no, la ciudad de Vigo vivió una etapa, durante década y media, a la que Francisco Leal Insua imprimió una impronta cultural.

Llegó a Vigo a finales de 1949, procedente del periódico El Progreso de Lugo, del que era redactor jefe.

Más que periodista, era un poeta. Y llenó de poesía la ciudad a la que Manuel de la Fuente, otro personaje entrañable de aquel tiempo, definió de la mejor manera cuando dijo que estaba acogida a la sombra de Martín Codax, para expresar que albergaba tantos vates y tanta lírica.

Leal presumía de tener la redacción con más y mejores poetas de España, en la que estaban él, Díaz Jácome y Sigüenza, y en la que colaboraban Cunqueiro, Celso Emilio, Castroviejo, Ramón González Alegre, Rey Romero y una pléyade.

Prueba del tono lírico que se respiraba es que, una de las polémicas más comentadas, fue la que libraron González Alegre y Cunqueiro, a propósito del libro de Gerardo Diego sobre los nombres de los ángeles de Compostela.

Es evidente que, en aquellos tiempos, los cincuenta y los sesenta, cuando Vigo solo tenía un Instituto y escasos colegios donde se estudiaba la enseñanza media, y un par de escuelas técnicas (Peritos), hablar de poesía resultaba más un escape literario que una necesidad. Era vivir en un mundo aparte.

Como no se podía escarbar en la realidad, se llevaba el realismo mágico, que más que un hallazgo estilístico era otra vía de rehuir la censura.

Aquel Vigo cultural era un mundo de minorías. Pero la experiencia demuestra que son estas las que marcan gustos, tendencias y a veces imponen revoluciones.

Es evidente que la pátina que dejó Leal, llenando de lírica la ciudad, generó vocaciones literarias y mantuvo el ambiente intelectual local a un nivel comparable a otras ciudades con más recursos académicos y culturales que aquel Vigo insular por las pésimas comunicaciones por tierra.

A Leal no le dejaron entrar en la Academia Gallega, porque con él concurrió Fernández del Riego, que se llevó el sillón. En la casona de Pardo Bazán ya empezaban a mandar los "galleguistas". A Leal, proclamado "antimarxista", a diferencia de su sucesor, Cerezales, que era tradicionalista de los requetés, nunca se le otorgó la consideración intelectual. Pero fue quien abrió las puertas del periódico a Sigüenza, Cunqueiro, Del Riego y otros proscritos.

Al final de su vida, Leal se dedicó a ensalzar la figura de su mujer, Julia Minguillón, la excelente pintora luguesa, primera mujer que obtuvo la Medalla de oro de las Bellas Artes. A su manera nunca dejó de hacer activismo cultural.

Fue al sepulcro en su natal de Viveiro sin que le reconocieran las aportaciones, ni como poeta, que lo era y muy aseado, ni como promotor de un clima cultural en la ciudad a la que siempre se le discutió.

Habrá quien diga que personas como él ya recibieron lo suficiente en vida -Fraga incluso le concedió la Medalla Castelao, en 1995-, pero no obsta para clarificar su auténtica valía en un debate académico sobre las gentes que vivieron el franquismo sin culpas. Es una necesidad intelectual.

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