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Nobel de Literatura

Bob Dylan y la boca de mercurio

Bob Dylan está tocando ahora mismo en Las Vegas. Mañana, cuando salga este periódico, lo hará en Indio, California, en el ya célebre festival de Coachella. Y seguirá tocando con su banda casi a diario hasta final de noviembre, en un tour que no para desde casi el año 1975. Su principal preocupación no será la de atender la amable gentileza de un grupo de personas reunidas en Suecia de otorgarle uno de esos premios nobeles que tanto alteran al mundo de la cultura, sino la de afinar el arranque en plena combustión de Rainy Day Women #12 & 35, una de esas mejores cien canciones de Bob Dylan con aroma a blues y a huracán desatado. Es lo que tiene estar todavía en la carretera con una banda de rock and roll con setenta y cinco años de edad y más de cincuenta a sus espaldas de conciertos, desde aquel lejano de 1961 en el sótano del Café Wha? de Greenwich Village.

Las crónicas de aquellos días no escaparon a su talento y hoy pueden leerse como testimonio de lo que hoy en día aún representa Bob Dylan y que la Academia Sueca ha sabido destacar: su inclusión en la larga tradición literaria (por supuesto) de la música popular americana, que, por otra parte, es buena parte de la occidental y que acaba por convertirse en la banda sonora de nuestros tiempos.

Woody Guthrie, cuya cama de hospital visitó el joven Robert Zimmerman al llegar a Nueva York, era su referencia y, junto a él, los poetas beats, Rimbaud o Verlaine, las vanguardias bohemias refugiadas en el Manhattan de postguerra. Junto a todos estos trazos que vio en las calles neoyorquinas, Bob Dylan acudió al sonido del blues que había escuchado en su Minnesota y a las voces e imágenes bíblicas de los espirituales que se oían recitar en las predicaciones y a los cánticos e himnos de las sinagogas de aquel país.

Sería abrumador traer aquí el conjunto de músicas y melodías o las influencias literarias que concurrieron en Bob Dylan en aquellos tiempos, capaces de hacerle abandonar la cadencia sencilla de una guitarra acústica por las agudas sacudidas de la guitarra eléctrica, por la potencia rítmica de una batería o por el sicodélico sonido de fondo de un órgano hammond retorciendo aún más la voz gangosa, imperfecta y torrencial de un Bob Dylan en plena ebullición poética.

Contar aquellos días es contar la manera en que Bob Dylan contribuyó, quizá como ningún otro, a crear la base de la cultura de la segunda mitad del siglo XX y de estos primeros años del siglo XXI. Estocolmo quizá premia esa extraordinaria contribución: sin ella, gran parte de la poesía actual sería inexplicable. Quizá premia la educación sentimental de varias generaciones. Lo ignoro: dejemos que venga a nosotros la boca de mercurio de "Sad eyed Lady of the Lowlands" en esta tarde oscura de otoño para ayudarnos a entenderlo.

*Profesor de la Facultade de Filoloxía de la Universidade de Vigo

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