El 45,8% de los gallegos entre 30 y 34 años posee estudios superiores, por detrás de País Vasco, Asturias, Madrid y Navarra. La comunidad supera en licenciados a naciones pujantes como Finlandia, Francia y Alemania. La tasa de desempleo para los gallegos menores de 25 años, los recién egresados, sigue siendo sin embargo del 44%. Y eso que las personas con estudios terciarios encuentran con mayor facilidad trabajo que quienes carecen de ellos. El mercado es incapaz de absorber este número de universitarios. La mitad de los titulados que halla empleo desempeña tareas por debajo de su capacitación. Es lo que se conoce como "sobrecualificación".

No debemos nunca poner objeciones a que la formación de cada cual supere sus necesidades profesionales. Al contrario, constituye un valor enorme. Otra cosa son las razones que la motivan. Si abundan los licenciados por la demanda cautiva, porque los jóvenes continúan estudiando para demorar su inclusión en la lista del paro, porque es fácil acceder a la Universidad y más fácil aún titularse al caer en picado la exigencia, porque el sistema enfoca el acceso a las facultades como la prolongación natural del Bachillerato, porque hay tantos centros que cada uno ingresa en el que tiene a la puerta de casa sin vocación ni perspectiva laboral, entonces la "sobrepreparación" sí adquiere la categoría de problema: porque evidencia desconexión con la realidad e ineficiencia en la inversión pública.

Sobre todas estas cuestiones reflexionan hoy los expertos y los estudiantes gallegos en un reportaje del suplemento "Estela", en el cuadernillo central de FARO. Las universidades españolas pasaron de 100.000 estudiantes en 1950 a más de 1,5 millones en el 2000. El "boom" guarda relación con el aumento del poder adquisitivo y las expectativas de una clase media y trabajadora que anhela para sus descendientes otro futuro. En el acervo cultural de la España moderna no existe mejor ascensor social que una carrera. De ahí arranca la baja estima hacia la Formación Profesional, asociada de manera equivocada a los peores alumnos. Una mayoría de padres prefiere tener un hijo ingeniero en paro a calderero ganando un dineral. Las empresas del metal pugnan por estos profesionales pero el sistema no propicia ni académica ni sociológicamente desterrar los prejuicios.

Los sucesivos gobiernos favorecieron, incluso de manera irracional, el desajuste con una apuesta constante por la expansión universitaria. No sólo cada autonomía quiere un campus, sino cada ciudad de cada región. De unos centros que, si persiguen la excelencia, tienen que basarse en la élite pasamos a otros de masas a costa de sacrificar la calidad. De la misma filosofía del café para todos surgieron los aeropuertos sin aviones, los puertos exteriores sin barcos, las vías sin trenes y las autopistas a ninguna parte. Antes preocupaba el exceso de alumnos; ahora, el exceso de universidades.

El aumento de profesores también fue enorme: de 2.600 en 1950 a 75.000 al final de los 90. La tradición de reflexión crítica en los círculos universitarios no se tradujo en soluciones: persiste el entorno poco competitivo, la escasa investigación, la nula movilidad, la endogamia y la total funcionarización de las plantillas. Con docentes que consideran sus plazas una propiedad inmutable, estudiantes que no desean exámenes duros y autoridades académicas que consienten porque obtienen sus sillones gracias a unos y otros, arraiga en la enseñanza el principio de libertad sin responsabilidad, de derechos sin deberes.

Necesitamos una revolución pedagógica que no precisa tanto de dinero, sino de otra forma de pensar. El gasto en educación superior en función del Producto Interior Bruto (PIB) alcanza aquí un nivel semejante al de los países desarrollados. La financiación no acaba siendo una respuesta a los resultados, sino una decisión subjetiva de los políticos o de los equipos rectorales dispuestos a endeudarse. Y cuando surgen universidades como la de Vigo que intentan cambiar el reparto del plan de financiación para que primen los resultados, en vez de ahondar por esa senda se le cortan las alas. Suele suceder que quienes requieren más recursos tratan siempre de eludir cuentas a la sociedad del rédito que obtienen. Uno de los dramas es la ausencia de mecanismos de evaluación y control. Casi ninguna universidad mide por objetivos su funcionamiento, ni considera aceptable perder estatus en el caso de incumplirlos.

Los distintos estamentos actúan como islas. La Universidad en su conjunto no conecta con los institutos, y viceversa. Habitan mundos cerrados. Tampoco, salvo contadas excepciones -Vigo, una de ellas como motriz de centros de excelencia e innovación, aunque haya aún mucho camino que recorrer- conecta, aguas arriba, con la empresa, el destino final de sus graduados. Sin una visión y acción de conjunto, la enseñanza carece de remedio. Las universidades apenas atraen estudiantes de afuera. Algo tendrán que ver estos males con la falta de prestigio, común en el contexto internacional a todas las instituciones académicas nacionales. España permanece atrapada en difíciles dilemas, pero ninguno tan urgente hoy como el de lograr una educación renovada, a la altura de estos tiempos, que distinga en cada ámbito a los mejores. Que evite, como decía Ramón y Cajal, la suerte aciaga de que sus hijos geniales se malogren.