Más enigmático que nunca, Mariano Rajoy dice que no pondrá condiciones al PSOE si el partido contrincante decide abstenerse y facilitar así su investidura como presidente del Gobierno. Lejos de aprovecharse de la debilidad de su adversario, está dispuesto a gobernar con una mayoría minoritaria, sin red que lo proteja en caso de caída y asumiendo el riesgo de que su mandato dure tanto como un pastel a la puerta de un colegio. Algo raro pasa aquí.
Si Rajoy cumple con lo dicho, al día siguiente de su elección en el Congreso estará sometido a una permanente moción de censura. Podemos, Ciudadanos y el propio PSOE competirán por hacer notar ante la Cámara -y sobre todo, ante las cámaras de la tele- cuál de ellos es el más puro y duro en la labor de darle caña al PP.
Así lo ha confirmado, por si hubiera dudas, el nuevo jefe provisional del PSOE Javier Fernández, al advertir que aun en el caso de que su partido "consienta" la investidura de Rajoy, en ningún caso va a proporcionarle estabilidad a su gobierno.
Con solo 137 diputados frente a los más de doscientos que en teoría reunirá la oposición, ese gobierno seguiría siendo tan interino como hasta ahora. No podrá aprobar unos Presupuestos del Estado a su gusto y tampoco parece muy lógico que los elabore a conveniencia de sus oponentes menos votados. Y con la espada de Damocles siempre encima, el Gobierno duraría hasta que las encuestas le concediesen alguna oportunidad de éxito a la oposición.
Mal negocio parece que está haciendo Rajoy, aunque con el de Pontevedra (que en realidad es de Santiago) nunca se sabe. Podría ocurrir incluso que haya llegado a algún tipo de discreto acuerdo con la nueva dirección socialista, por más que las partes implicadas no vayan a contarlo a Telecinco o al programa de Ferreras en La Sexta.
La política española, a la que el viejo zorro Giulio Andreotti atribuyó en su día falta de "finezza", podría estar alcanzando de este modo niveles de sutileza florentina.
No hay constancia alguna de que así sea, desde luego; pero bien podría ocurrir que el presidente y su adversario estén diciendo aquello que complace a la clientela electoral del de enfrente. Rajoy le hace un favor a Rodríguez con la promesa de que aceptará su abstención sin condiciones añadidas y, a su vez, este tranquiliza a su parroquia afirmando que no le va a dejar pasar ni una al elegido.
Si tal fuese el consenso, ninguno de ellos lo admitiría en público, como es natural. La alta política, poco usual por aquí, se basa precisamente en un fino juego de sobreentendidos que acaso esté lejos del alcance de líderes más bien rudimentarios como los que ha traído la caída del bipartidismo.
Nada de esto sería necesario, en realidad, si la todavía carpetovetónica España hubiese adoptado las costumbres políticas del centro y norte de Europa. Los conservadores de Merkel, un suponer, llevan un porrón de años gobernando en comandita con los socialdemócratas. Y en el Reino Unido costaría un mundo distinguir entre el gobierno de Margaret Thatcher y el del laborista Tony Blair.
España, que tanto se ha aproximado a los usos europeos en otros aspectos, sigue siendo diferente en este de la política. Será por eso que no se entiende muy bien aún la aparente -y extraña- generosidad de Rajoy cuando dice que le va a facilitar las cosas a su rival. Falta saber si le añade la tradicional coletilla: "O no".
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