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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Peligros del deporte

Enterneció esos días de ahí atrás a medio mundo la escena en la que el triatleta Alistair Brownlee sostiene a su hermano Jonathan, totalmente grogui por el esfuerzo, y lo lleva en volandas hasta la meta para que concluya el Mundial de Triatlón en México. La imprudencia fue muy celebrada: y no solo por los corazones sensibles del público adicto a Sálvame, Gran Hermano y/o First Dates.

Un tipo sensato se hubiera apresurado a llamar a una ambulancia para que los médicos sacaran a su hermano del colapso que había sufrido. Así lo iban a hacer en realidad las asistencias cuando el tal Alistair llegó por detrás al trote y se lo llevó a trompicones hasta arrojarlo (casi literalmente) tras la línea de llegada. Es la épica del deporte de alta competición, tan peligrosamente publicitada por las películas de Hollywood.

Sería exagerado pedirle sensatez a un sujeto que acaba de nadar un kilómetro y medio, pedalear cuarenta más en bici y correr otros diez a pie, sin que tan crudelísimo castigo se lo impusiera tribunal alguno. Los que participan en tales ejercicios de masoquismo lo hacen voluntariamente e incluso con cierto ánimo de gozo.

Quizá se trate de un grado de entusiasmo comparable al de aquel loco que se pasaba el día dándose martillazos en un dedo. Un compañero, extrañado, le preguntó por qué practicaba esa disciplina tan dolorosa. "Es que no sabes el alivio que siento cuando dejo de darme con el martillo en el dedo", le respondió, con lucidez, el demente.

Se ignora si esta es o no la motivación que lleva a gentes en apariencia cuerdas a convertirse en atletas de élite para sufrir gozosamente en las pistas. Otras razones habrá tal vez.

En el caso de los antiguos países comunistas, por ejemplo, el principal aliciente para echar a correr era el propio régimen. Los deportistas aprovechaban las olimpiadas para escapar de los paraísos del proletariado hacia el podrido occidente capitalista. También algunos deportistas africanos de otras épocas confesaban que el deporte de la zapatilla les había servido para huir de la aún más urgente persecución del hambre.

No encajan estos perfiles, sin embargo, en el de los dos hermanos británicos que tanto dieron que hablar el otro día con su fraternal gesto bajo el tórrido sol de México. Ni el hambre ni la dictadura explican su gusto por una especialidad tan extenuante como la del triatlón, con los peligros que acaso comporte para la salud.

Ambrose Bierce, el gringo viejo que tanto escribió sobre los despropósitos de la especie humana, tenía una muy pobre opinión de quienes someten su cuerpo a tales demasías. En su "Diccionario del Diablo" asegura que el amanecer es la hora en que las gentes razonables se van a la cama. "Otros", añadía, "prefieren levantarse a esa hora, darse una ducha fría, hacer una larga caminata con el estómago vacío y mortificar su carne con medios parecidos". Y concluía que los que incurren en tales excesos llegan a viejos no gracias a esos hábitos de autoflagelación, sino a pesar de ellos.

El caso de los hermanos Brownlee parece darle la razón al bueno de Bierce. Hay que ser muy corto para arriesgar la vida por una medalla que cualquiera puede comprar en el Rastro.

Al público del espectáculo, eso sí, las imágenes de superación de este par de triatletas le han tocado la fibra sentimental. Y eso siempre es bueno para el negocio.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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