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El descrédito

Si la desafección de los electores y el descrédito de la política siguen creciendo en Europa al ritmo actual, la Rusia de Putin puede ser el modelo de lo que se nos viene encima

Es difícil recordar quién gobernaba Rusia antes de que apareciera en escena Vladimir Putin. Según nos recuerda la Wikipedia, Putin llegó a la jefatura del gobierno en agosto de 1999, hace casi veinte años, y desde entonces no ha abandonado en ningún momento el poder. Para eludir los escasísimos impedimentos que la legislación rusa pone a la limitación de mandatos, unas veces se ha presentado a las elecciones a la presidencia y otras a las parlamentarias (para ser primer ministro), pero el caso es que siempre las ha ganado y ha podido seguir controlando el país como le ha dado la gana. Y ahora Rusia es Putin y Putin es Rusia, y nadie recuerda ya qué hubo antes que él ni tampoco se plantea quién gobernará en el futuro, por la sencilla razón de que nadie se imagina el futuro sin él.

¿Cómo ha sido todo eso posible? Por varias razones. La primera es el control absoluto de la información. De las tres cadenas de televisión que hay en el país, dos son estatales y la tercera pertenece a Gazprom, que es la empresa estatal del gas, y por tanto también depende del gobierno. A efectos informativos -salvo los ciudadanos que puedan informarse a través de internet o unos pocos periódicos independientes-, los rusos siguen viviendo en los tiempos de la Unión Soviética, así que Putin no tiene ningún problema en ir difundiendo unos pocos principios que nadie osa poner en duda: ante todo, la supremacía absoluta de la Iglesia Ortodoxa, que se ha vuelto una institución intocable, y luego la decadencia irreversible de Occidente -ese pozo ciego de crímenes y escándalos y coqueteos con el fascismo-, además del odio a los homosexuales y la fe irracional en Rusia. No hay nada más. Esta ideología elemental y simplona es toda la munición ideológica de Putin, pero los rusos se la tragan sin pestañear. Y encantados, además.

Por supuesto, hay otras razones para que Putin lleve tranquilamente veinte años en el poder, y al paso que vamos, se pueda pasar otros veinte más sin que nadie se atreva a toserle en la cara. Otra razón importante es que en Rusia vota poquísima gente, ni siquiera un 40% del total del electorado. Además, hay sospechas fundadas de irregularidades que nadie se toma la molestia de investigar. Circula un vídeo en el que se ve a una mujer votando varias veces en el mismo colegio electoral sin que nadie parezca darse cuenta. Y por último, los candidatos alternativos a Putin son todavía peores que él: o bien son los ultranacionalistas desquiciados de Vladimir Zhirinosvki -comparado con él, Trump es un tibio socialdemócrata-, o bien los comunistas retrógrados del Partido Comunista, para los cuales el americano Trump es un pirata al que hay que colgar de una farola. Hay partidos mucho más sensatos, pero tienen tan pocas probabilidades de triunfar que ni siquiera los votan sus propios partidarios.

Si la desafección de los electores y el descrédito de la política siguen creciendo en Europa al ritmo actual, la Rusia de Putin puede ser el modelo de lo que se nos viene encima. El escritor Gary Shteyngart, nacido en San Petersburgo pero emigrado a Estados Unidos, se pasó cuatro días encerrado en un hotel de Nueva York viendo únicamente los canales rusos de televisión. Lo que contó en un artículo pone los pelos de punta: un locutor de un informativo se permitía hacer bromas sobre un bombardeo nuclear a los malvados americanos; una mujer medio deficiente mental participaba en un reality show para dilucidar -vía análisis del ADN entre todos los habitantes del pueblo en que vivía- quién era el padre de su hija; los miles de imitadores de Eurovisión cantaban versiones sin fin de temas occidentales adaptados "a la mente rusa"; y cada dos por tres aparecía alguien en pantalla, rodeado de iconos, asegurando lo mucho que odiaba a los homosexuales, y añadiendo a continuación que si algún día, por desgracia, tuviera un hijo homosexual, lo primero que haría sería echarlo a patadas a la calle. La audiencia aplaudía a rabiar, con ruidosas patadas de asentimiento incluidas.

La mezcla corrosiva de demagogia institucional, banalidad televisiva, mentiras difundidas a todas horas y estupidización colectiva puede traer estas consecuencias. Uno se pregunta qué ha sido de la Rusia de Mandelstam y de Ajmátova, de la Rusia de Joseph Brosdky y de los científicos disidentes, de la Rusia de los artistas que se jugaban el tipo, con un coraje que casi nadie más ha tenido en Europa, por defender su derecho a pensar lo que les diera la gana. De aquella Rusia, por lo visto, no queda nada.

Por eso resulta tan peligroso el hartazgo de la política que estamos viviendo en estos días. Si todos empezamos a odiar la política y a pensar que no sirve para nada, estamos preparando el terreno al nuevo Putin que venga a poner orden y a gobernar con cuatro verdades elementales que todos podamos asumir sin problemas. La hipótesis es aún lejana, pero no es en absoluto descabellada. Al tiempo.

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