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Xabier Fole

el correo americano

Xabier Fole

Verdades irrelevantes

Lo que aterra de Sumisión, la novela de "política ficción" de Michel Houellebecq, no es que la profecía imaginada por el autor -los musulmanes se hacen con el poder en Francia y convierten al país, gracias a la complicidad de algunos ciudadanos, en una república islámica- se pueda llegar a cumplir algún día, sino que semejante hipótesis, impregnada de islamofobia, en vez de ser recibida como una advertencia orwelliana sobre posibles amenazas totalitarias, se pueda confundir con una suerte de pieza ensayística enfocada en la realidad presente. Bien es cierto que la novela es más compleja de lo que puede parecer a primera vista (es interesante cómo se aborda, por ejemplo, el proceso psicológico e intelectual que exige una conversión) al estar profundamente asociada al trágico contexto de su publicación (la masacre en la redacción de Charlie Hebdo), pero especular sobre la conquista espiritual de una sociedad herida por un terrorismo real que habla en nombre de esos ficticios conquistadores puede resultar un tanto problemático, especialmente porque entre las víctimas de ese terrorismo también se encuentran ciudadanos musulmanes.

Houellebecq, amenazado de muerte por los islamistas radicales, además de retratar, con un perceptible pesimismo spengleriano, a una confundida sociedad europea que ni siquiera es capaz de ponerse de acuerdo para determinar cuáles son sus auténticas raíces culturales, parece amonestar a los ciudadanos occidentales por adormecerse perezosamente mientras los astutos estrategas orientales ya han comenzado a derribar las murallas de sus ciudades. No deja de ser curioso que de los bloques ideológicos que participan en este conflicto narrativo, entre los que se encuentran el Frente Nacional y el Partido Socialista, solo los seguidores del islam pertenecen a un partido inventado, la Hermandad Musulmana.

La alegoría de 1984, sin embargo, sirve como un lúcido argumento contra todas las dictaduras -no solo la Unión Soviética- precisamente porque se trata de eso, de una alegoría. George Orwell eligió los términos "Gran Hermano", el "Partido" o la "Policía del pensamiento" para denunciar la deriva totalitaria de la revolución y los problemas políticos reales que padecía una nación específica y fácilmente identificable. Con eso, Orwell no solo evitó transformar su obra en un panfleto; también hizo que el término "orwelliano" continuara aplicándose a lo largo de la historia para tratar de describir a un régimen, de izquierdas o de derechas, con tintes dictatoriales. Existen ciertos peligros al mezclar realidad y ficción, sobre todo cuando esta última puede ser verosímil, en unos tiempos donde los hechos están gravemente desprestigiados. No es de extrañar que el hijo de Pablo Escobar, por ejemplo, se haya quejado de los errores factuales de Narcos, a pesar de tratarse de una serie de televisión, porque para él, al contrario que para HBO, no está en juego el prestigio artístico del producto audiovisual, sino las verdades y mentiras, por muy horrorosas que sean, relacionadas con sus familiares.

Cuando Donald Trump afirmó que disparar a gente en la Quinta Avenida no le haría perder votos no estaba diciendo ningún disparate. Hace dos días, el candidato republicano apareció en un hotel de Washington DC y zanjó la polémica sobre la "verdadera" ciudadanía del presidente, que él tanto había cuestionado. "Obama nació en Estados Unidos. Punto", afirmó ante los periodistas. Así finalizaba su larga campaña dedicada a dudar de la "identidad", "las intenciones" y la "religión" del presidente. Utilizó la mentira hasta que esta dejó de resultarle útil. Pero ya comenzó a crear otra: Clinton es la responsable, y no él, de haber expandido ese rumor sobre Obama. Ahora los dos candidatos están más igualados en las encuestas.

La verdad, políticamente, ya no importa en absoluto.

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