Hace unos días publiqué en este mismo periódico un artículo sobre la insuficiencia parlamentaria para formar gobierno en el que, por un involuntario resbalón mental, aludí a un supuesto pacto entre el PP y Podemos cuando todo el mundo sabe que lo que realmente existía era un acuerdo de investidura entre el partido de Rajoy y el de Rivera. Del propio contexto del escrito no se podía deducir otra cosa, pero el error, pese a ser involuntario y meramente anecdótico, no me dejó de escocer. Y sería igualmente doloroso si nadie, excepto yo mismo hubiera caído en la cuenta del desliz, o lo hubiera disculpado como un error sin mayor importancia.
Solo los que escribimos con cierta habitualidad en los periódicos sabemos de la vergüenza que nos produce ver impresa en el papel una errata clamorosa, un dato inexacto, una coma fuera de su sitio y hasta una cita traída por los pelos. Afortunadamente, el ojo del lector de periódicos vuela rápido sobre las letras y en no pocas ocasiones corrige sobre la marcha un párrafo que está incorrectamente expresado en la misma forma en que los pontoneros de un ejército construyen rápidamente un puente para salvar un río que es un obstáculo en su avance. Los que nos hemos iniciado en ese oficio cuando los textos de prensa se componían todavía en plomo merced al invento que Ottmar Mergenthaler bautizó como linotipia, debemos tener en cuenta que las tareas de corrección son en buena parte responsabilidad nuestra.
En la época de la que hablo, finales de los 70 del pasado siglo, podíamos enviar el material de composición al taller sin revisar demasiado en la confianza de que allí había varios pares de ojos avezados en descubrir incorrecciones. Los linotipistas leían los textos, los cajistas, los titulares, y todavía quedaba en la reserva una dotación de correctores, tanto ortográficos como de estilo, a la caza de fallos. Y era difícil que un gazapo escapase a tanta vigilancia. Ahora ya no es así, la responsabilidad de la corrección recae sobre los redactores y el personal de edición que soportan una gran carga de trabajo, porque la informática ha reducido notablemente la nómina de los periódicos impresos.
La historia de las erratas y de su inevitabilidad (atribuida a lo que se llamaba duende de la linotipias) tiene un largo anecdotario. Al respecto recuerdo una, fabulosa, en el desaparecido El Pueblo Gallego de Vigo que pertenecía entonces a la Prensa del Movimiento. Los linotipistas quisieron gastarle una broma a los correctores para comprobar si se dormían (la mayoría eran pluriempleados y a esa hora de la madrugada cabeceaban de cuando en cuando). Y a tal fin, modificaron el texto de una información sobre un intercambio de parabienes entre Franco y el general argentino Juan Domingo Perón convirtiéndolo en un explícito diálogo entre gánsters. Los correctores, pese al sueño y la nube de tabaco que los envolvía, advirtieron el cambiazo pero lo dejaron correr hacia la rotativa en la confianza de que los bromistas lo detendrían a tiempo. Y así salió el periódico a la calle. La tarea de perseguir los ejemplares antes de que llegaran a su destino fue épica. Pese a todo, el que estaba entonces de director en funciones, un poeta falangista, estuvo unos días en la cárcel.