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Javier Junceda

Moderar y arbitrar

El artículo 56, 1 de la Constitución Española atribuye al Monarca, como jefe del Estado, las funciones de moderar y arbitrar el funcionamiento regular de las instituciones. No resulta sin embargo una tarea sencilla la de identificar el alcance de esas dos responsabilidades y en especial sus límites, de tanta importancia en estos momentos en España.

Del precepto parece desprenderse que incluye dos tipos de facultades, aunque su redacción invite a pensar en una tautología. Moderar alude a labores de impulso y ayuda en el quehacer de los poderes del Estado, mientras que arbitrar apunta a evitar o resolver aquellas controversias que se susciten entre ellos. Ni una ni otra pueden suponer la invasión de las competencias de otras instituciones estatales, políticas o judiciales, siendo este el más notorio condicionante de su ejercicio, en defensa precisamente del rol imparcial y garante que se reserva a la Corona.

Dentro de tales facultades se enmarcan, como es obvio, las rondas con los líderes parlamentarios para proponer a los candidatos a la investidura. Pero también caen bajo este mandato constitucional otros cometidos, como los tendentes a asegurar la continuidad del sistema o la gobernabilidad cuando resulte amenazada, a través de la autoridad, prestigio e influencia que en nuestro ordenamiento se hace descansar en la figura del Monarca.

Este deber regio puede adoptar muy diversas dimensiones. La principal, quizá, resida en mantener con los restantes poderes del Estado unas relaciones tan intensas y directas que permitan estimular eficazmente la continuidad institucional y terciar en aquellos conflictos entre poderes que se puedan presentar en el camino, tarea preventiva, además, que en nuestro derecho solamente se atribuye al Rey.

Para José María Gil-Robles y Gil-Delgado, que ha estudiado esta doble función real, esta se traduce, gráficamente, en lubricar los engranajes constitucionales a través de la persuasión, no de la imposición, por medio de advertencias, de sugerencias o consejos, y siempre en un contexto de natural discreción y confidencialidad.

Desde el inicio de la monarquía parlamentaria en España, la práctica ha evidenciado que el jefe del Estado ha venido haciendo un amplio uso de estas facultades constitucionales, como recuerda el propio Gil-Robles. No hubieran sido posibles infinidad de logros como Estado sin dicha participación moderadora y arbitral, efectuada con la oportuna reserva y en un entorno de confianza mutua, de reconocimiento de la autoridad regia y de sentido de la responsabilidad entre los actores implicados. Ello no constituye, además, ninguna excepción en los sistemas jurídicos más avanzados, en los que se dota a la primera magistratura de estas mismas capacidades.

El problema viene dado cuando, ejercidas estas facultades moderadoras y arbitrales, los interlocutores no comparten las condiciones que acabo de mencionar, no dejándose ni moderar ni arbitrar, por los motivos que sean. Nada dice de ello nuestra Carta Magna, además de que incluso interpretando con sentido finalista el mandato de regular las instituciones que se atribuye al Monarca, carecería de potestas para hacerlo.

Indudablemente, la actual ingobernabilidad, sobre todo desde la perspectiva internacional y ante los desafíos internos por todos conocidos, demanda de los representantes públicos un mínimo de sensatez, toda vez que continuar con el bloqueo no solamente afectará al sistema en su conjunto, sino a la propia monarquía parlamentaria, a la que se le impide de ese modo desempeñar su papel, colocándola en delicada situación de irrelevancia, algo serio tratándose de la Jefatura de un Estado.

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