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De culpables y cómplices

"Los incendios en Galicia se multiplican de un modo realmente extraño". Este titular, que podría haber sido escrito esta semana, realmente es de 126 años en El Eco de Galicia. Los humanos dominaron el noroeste de la Península Ibérica a fuerza de quemar. Todavía hoy en Galicia, el fuego es una herramienta para casi todo y anualmente se solicitan cientos de miles de permisos de quema fuera del verano. Hay evidencias de grandes incendios desde hace miles de años coincidiendo con la expansión de la agricultura y ganadería. Algunos paisajes que tanto nos gusta contemplar son muestra de pasados procesos descarnados de erosión y la expansión del "toxo" -planta galaica y pirófita por antonomasia- fue el resultado de la reiteración de fuego y pastoreo.

El empleo de estas prácticas anacrónicas obedece frecuentemente a ese poso atávico de creer que el monte bueno es aquel raso, sin "alimañas", ni "maleza". Y cuando se combina con un medio rural destartalado, fruto de la modernidad mal entendida, con áreas abandonadas y humanamente descapitalizadas, y otras trufadas caóticamente de construcciones y usos de todo tipo, tenemos todos los ingredientes de un cóctel explosivo.

Los informes de la Fiscalía, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y los investigadores de la materia coinciden en una multiplicidad de causas, negligencias, motivaciones e incluso comportamientos antisociales, generalmente de personas que viven y conocen el entorno inmediato al lugar del incendio. Y aunque repetimos el mantra de "arde Galicia", de hecho lo que arde son periódicamente los mismos lugares. El 80% de los incendios se repite en menos del 20% del territorio, como una pedrea veraniega en la que sabemos buena parte de los números.

Más allá de culpables directos, negligentes y dolosos, que deben ser perseguidos por atentar contra bienes, personas y medio, ¿hasta qué punto somos todos un poco cómplices de esta situación? ¿Qué podemos cambiar para ayudar más allá de la indignación pasajera?

Somos cómplices por llevar tres autonómicas décadas contemplando la sangría de las zonas rurales sin saber/querer poner remedio, encontrar alternativa y dejando pasar sus oportunidades de desarrollo forestal y agropecuario. Hemos permitido la pérdida continua de capital humano, hoy irrecuperable. Inundamos una aldea perdida de las montañas con brigadistas, militares, unidades móviles, periodistas y curiosos cuando hay un gran incendio, pero nadie va hasta allí en febrero a comprobar cómo se vive de una "pensión agraria" sin cobertura telefónica ni servicios sociales.

Somos cómplices por omisión de la necesaria presión social y policial sobre los causantes y por ofrecer al negligente y al doloso la sensación de impunidad. Además, cuando damos pábulo y difundimos las más diversas teorías sobre las causas, cuando argumentamos sobre grandes tramas e intereses protegemos indirectamente a aquellos cuyos modestos actos no merecen titulares pero, en conjunto, generan un enorme daño a la sociedad.

Somos cómplices cuando aprovechamos los incendios para hacer presión política y sacar réditos ante la opinión pública. Es fácil disparar a esa diana y es injusto recibir esos disparos fáciles. Somos cómplices cuando nuestro Parlamento aprueba legislaciones sobre incendios con disposiciones de difícil interpretación, aplicación o control.

Somos cómplices cuando no exigimos que se aporten de manera transparente las cifras de incendios, evolución de los montes incendiados en años pasados o el dinero público que realmente gastamos más allá de la "contabilidad creativa" de los presupuestos. Somos cómplices cuando entramos al maniqueo debate extinción-prevención, creyendo que solo los medios van a arreglar el problema y obviando que incrementar "prevención" con el mero desbroce de cunetas pueda estar detrayendo recursos de medidas de desarrollo rural, gestión forestal pública o incentivo de comunidades y silvicultores.

Somos cómplices cuando pensamos u opinamos sobre el monte solo cuando arde cerca de donde vivimos o veraneamos. Lo somos cuando nos beneficiamos gratuitamente de sus servicios, de su biodiversidad, del ocio en ellos, de su oxígeno y exigimos a sus legítimos dueños, particulares y comunidades, que asuman totalmente los costes y cargas por ello. Somos cómplices cuando nos parece idílico construir nuestro chalet en el monte y acto seguido pretendemos que eliminen a nuestro alrededor el arbolado que lleva allí décadas. Cuando no prevenimos y luego exigimos que los bomberos forestales arriesguen sus vidas para sacarnos las castañas del fuego; y cuando no nos preocupamos por la situación laboral de estos profesionales a los que luego confiamos nuestros bienes y vidas.

Somos cómplices cuando hemos abandonado y olvidado las parcelas que nuestros antepasados cultivaron.

Mientras perseguimos a los culpables, al menos, dejemos de ser cómplices.

*Profesor en la Escuela de Ingenieria Forestal de Pontevedra. Universidad de Vigo

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