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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Bueno y la pasión dialéctica

Para los que, como yo, hemos vivido largos años en Oviedo, el filósofo Gustavo Bueno era una de las principales figuras del teatrillo social. Catedrático de universidad, ateo militante y marxista a su aire, era admirado y aborrecido a partes iguales. Especialmente, en los primeros momentos de la transición entre la dictadura franquista y la monarquía parlamentaria.

En el año 1977, un grupo de extrema derecha le quemó su automóvil todoterreno en una calle céntrica de la ciudad, por cierto la única de España que le hizo un monumento a Franco por suscripción popular después de muerto. El monumento continua en su sitio, muy cerca de donde yo vivía enfrente del Parque de San Francisco, porque el famoso escultor Juan de Ávalos, previendo la evolución de los tiempos, tuvo la genial ocurrencia de modelar unas figuras que lo mismo podrían servir para homenajear a la primavera que para perpetuar la memoria del general ferrolano. Y la única alusión explícita al sátrapa era un medallón fácilmente desmontable. Andando los años ,y quizás para compensar el desafuero, un alcalde muy listo del PP le brindó al filósofo la oportunidad de ocupar las instalaciones de un antiguo sanatorio para ubicar allí su fundación y dedicarse libremente a la pasión de curar a la gente de sus prejuicios, supersticiones y otras alteraciones mentales ("En España tenemos el cerebro hecho polvo", declaró en una entrevista que le hizo el diario ABC).

Creador del llamado "materialismo filosófico", el profesor Bueno nunca se encerró en la torre de cristal de sus muchos y variados conocimientos y gustaba de bajar al ágora como los antiguos filósofos griegos y debatir allí sobre cualquier tema con una vehemencia dialéctica encomiable. De hecho, definió su manera de entender el materialismo como una nueva forma de platonismo. Cuando le llegó la jubilación y le negaron un aula de la Universidad para seguir enseñando a los alumnos como profesor emérito, dio clase a los estudiantes en la escalera. Tenía Bueno, como Sócrates, el don de utilizar la ironía para desmontar los prejuicios de sus adversarios en la polémica y utilizaba esa técnica con habitualidad en los numerosos foros a los que estuvo invitado. Muchos de los cuales, todo hay que decirlo, terminaron en gresca porque no todos los oponentes aguantaban bien la provocación. Muy sonado fue uno, en el programa La Clave de Televisión Española que dirigía el periodista José Luis Balbín en el que se enfrentó a un jesuita a propósito del supuesto milagro de Fátima. Y hubo otros, todavía más recientes, porque durante un tiempo fue estrella invitada en muchos programas de la televisión.

Un filósofo divertido es una novedad extraordinaria en España donde se tiene la falsa idea de que esa clase de intelectuales suele ser gente aburrida, algo pelmaza y complicada de entender. Definir la personalidad de Gustavo Bueno, que acaba de morir en su casa, es una tarea complicada porque ha sido calificado por sus detractores de estalinista, fascista, trostkista, españolista, islamófobo, centralista y no se cuantas cosas más. La editorial Alba, propiedad de Prensa Ibérica, le publicó un libro, El mito de la cultura, que alcanzó siete ediciones, lo que es una rareza en esa clase de contenidos.

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