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Joaquín Rábago.

¿Por qué no fabricáis coches como los nuestros?

El otro día tuve en Berlín una experiencia directa de lo que muchos en el resto del mundo califican de "arrogancia" alemana.

Estaba sentado con unos conocidos en una terraza junto a uno de los lagos que en verano hacen las delicias de los berlineses y en un determinado momento la conversación se centró en la situación económica del continente.

Uno de los presentes, empresario ya jubilado y gran aficionado a la historia, defendió al ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble, a quien, frente a las críticas que acababa de escuchar de mis labios, calificó como el mejor titular de esa cartera que había tenido nunca su país.

"Será para vosotros, le repliqué, porque para muchos europeos, su empecinamiento en una política de austeridad europea a toda costa, está resultando un evidente desastre. Eso por no hablar de los minijobs, que son la contribución alemana a la salida de la crisis".

"Schäuble parece decidir sólo en función de los intereses alemanes. La suya es una política que fomenta el populismo nacionalista y amenaza con llevarnos a la ruina", le dije, irritado por su defensa de aquél.

"Se le nota que es jurista de formación -añadí-. No admite la mínima flexibilidad en la interpretación de las reglas del déficit. Su insensibilidad sólo es pareja a su egoísmo. No parece importarle que en el resto de Europa no le quieran. Sólo desea ser respetado o, mejor aún, obedecido".

Busqué inmediatamente argumentos en apoyo de mis críticas a la gestión alemana de la crisis y expliqué que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial habían tratado en su momento a Alemania con una generosidad que ahora muchos echábamos en falta por parte de sus gobernantes.

Mi interlocutor, un alemán conservador que lee diariamente dos periódicos y está bien informado, negó que el desempleo que afecta sobre todo a los países mediterráneos como España o Grecia tenga nada que ver con la política alemana y lo atribuyó a nuestro sistema de formación de los jóvenes y a nuestra filosofía de vida, muy distinta de la del norte de Europa.

Reconocí la gran corresponsabilidad de nuestros propios gobernantes en lo que sucede en Europa, pero no pude evitar lamentarme de que Alemania, Holanda y otros países que nos critican estuviesen aprovechándose de tantos de nuestros universitarios, obligados a emigrar al no encontrar trabajo en casa.

Jóvenes formados, dije, gracias al dinero de todos los españoles que pagamos impuestos, pero que ahora aportan a otros su saber y sus conocimientos, a lo que mi interlocutor respondió que no era culpa suya ni de Schäuble el que los países del Sur no funcionasen como es debido.

"¿Por qué no fabricáis coches como los nuestros?", me espetó entonces como argumento supuestamente demoledor.

Cuando nos retiramos tras hacer las paces como correspondía, la amiga con la que había acudido a aquella reunión, una alemana nacida en Baviera y educada en Frankfurt, pero que ha vivido muchos años en Australia, se sintió casi obligada a pedirme excusas por lo que ella misma calificó de "prepotencia" del empresario jubilado.

"No te preocupes, conozco bien el país y a sus gentes, y sé que no todos piensan así", le dije para tranquilizarla.

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