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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

El delicioso aburrimiento

Yo fui de aquellos niños felices que veraneaban más de tres meses. Empezábamos cuando nos daban las vacaciones escolares en junio, un día antes de la víspera de San Juan, y prolongábamos el tiempo de ocio hasta el principio de curso siguiente allá por el cinco o seis de octubre, según la costumbre que tuviera cada colegio. Eran unas vacaciones larguísimas que nos daban pie para entender que había dos clases de existencia. La del trabajo, sometida a reglas que imponía una autoridad superior (normalmente padres y maestros), y la del ocio, en la que, dentro de un orden, cabía un amplio margen de libertad. Una circunstancia que expresó muy bien el escritor vasco Pío Baroja al decir: "Ha terminado el tiempo de la escuela, ha llegado el tiempo de vivir". ¡Y tanto que vivíamos! Tres meses y medio para disfrutar de la playa, del río, del campo y del cine daban para mucho.

Por las mañanas, hiciera buen o mal tiempo, solíamos bajar a la playa para darnos unos baños interminables hasta que nos entraba la tiritona y nos obligaban a salir del agua. Después de comer como lobos, dormíamos brevemente la siesta para reponer fuerzas y luego salir otra vez a la calle con los amigos a jugar a la pelota, a esconderse unos de otros y a lo que fuere que se nos ocurriera en el momento. Y todo eso con enorme intensidad hasta que llegaba la noche y regresábamos molidos a casa. Algunas tardes, íbamos al cine, un entretenimiento barato en el que aprendíamos no pocas cosas sobre los comportamientos que nos aguardaban en la vida adulta, como conducir coches veloces, fumar y beber a todas horas, o besar en la boca a mujeres bellísimas.

En una de esas sesiones, y gracias a la tolerancia del portero del cine que nos permitía pasar a películas no aptas para menores, recuerdo la impresión que me causó ver a la hermosa actriz italiana Silvana Mangano en Arroz amargo. Metida en el arrozal hasta medio muslo fue durante unos años la imagen perfecta del erotismo más fino y picante de que tengo memoria. Nos divertíamos, por tanto, pero también nos aburríamos. Los aburrimientos eran más largos e intensos que las diversiones. Y muy creativos, porque en el tiempo que duraba el aburrimiento había que imaginar qué clase de acción trepidante habría de seguirlo a continuación. "¿Qué se os ocurre que hagamos ahora?", era una frase muy repetida en todas las pandillas.

El célebre intelectual británico Bertrand Russel en su muy recomendable libro La conquista de la felicidad hace un cumplido elogio del aburrimiento y de sus beneficios, sobre todo para la infancia. "La capacidad para soportar una vida más o menos monótona -escribe Russell- debiera adquirirse en la niñez. Hay que censurar mucho en ese aspecto a los padres que proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones y no se dan cuenta de la trascendencia que tiene para un niño el que todos sus días sean iguales, con poquísimas excepciones. Los placeres de la niñez debieran ser principalmente los que el niño pudiera procurarse con su esfuerzo y su inventiva en el medio que le rodea". Justo el tipo de enseñanza que no se prodiga ahora con la sobreexcitada infancia.

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