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"¡Bulbasaur, bulbasaur!"

Dentro de cien o doscientos años, si todavía hay vida inteligente en este planeta, algún historiador del futuro hablará de ese extraño momento histórico -hacia el verano del año 2016- en el que centenares de miles de personas -entre ellas miles de ingenieros y médicos y astrofísicos- caminaban absortas por la calle intentando atrapar un Piplup o un Magnemite. Ríanse ustedes de las supersticiones medievales o de los charlatanes decimonónicos que embaucaban a las solteronas con una cámara de fotos y unos metros de gasa que hacían pasar por un muerto o un hada o un efluvio mental. El otro día, en el autobús, alguien se puso a gritar de forma estentórea: "¡Bulbasaur! ¡Bulbasaur!". Ya nos preparábamos para un nuevo episodio terrorista -si estaba protagonizado por un perturbado o un yihadista, eso no lo sabíamos- cuando caímos en la cuenta de que no era más que un cazador de Pokémons. Otra víctima, en fin, de la fiebre de Pokémon Go. Por cierto, según me explica la solícita Wikipedia, un Bulbasaur es un Pokémon cuadrúpedo, del tipo Planta-Veneno y originario de la región de Kanto (¿Hay viajes organizados a Kanto? Espero que sí). Al Bulbasaur le gusta dormir bajo la brillante luz del sol. Al evolucionar, se convierte en una flor aromática. Curiosa criatura. Observo un rato al Bulbasaur -que parece un extraño cruce entre un chihuahua y un sapo urticante- y me cuesta imaginarlo convertido en una flor aromática. Según leo, un mito asegura que los Bulbasaur se reúnen, durante el equinoccio de primavera, en un lugar secreto del bosque que no es conocido por los humanos. Ya es mala suerte que aquel Bulbasaur fuese capturado de forma tan ignominiosa en un autobús.

¿Por qué nos pueden gustar tanto los Pokémon? ¿Y por qué son tan feos? Hay una teoría, tal vez cierta, que asegura que su creador -el japonés Satoshi Tajiri- era un enamorado de la entomología y se inspiró en las figuras de insectos para crear a Pikachu y sus demás compañeros (por supuesto que no sé si tiene sentido hablar de compañeros en el mundo de los Pokémon, que no sabemos si son criaturas físicas o ultraterrenas, reales o irreales). El nombre Pokémon -por lo que también me informa la Wikipedia- es una abreviatura de Pocket Monsters, monstruos de bolsillo. Muy bien, los Pokémon son monstruos: algunos benéficos y otros no, algunos crueles y otros no tanto, pero monstruos al fin y al cabo. Pero entonces, ¿por qué hay tanta gente dispuesta a compartir su vida con los Pokémon? ¿Y por qué, por ejemplo, una investigadora de medicina nuclear se pone a aullar en un autobús "¡Bulbasaur! ¡Bulbasaur!"? Eso sí que es un misterio.

Mi hijo jugó mucho tiempo con sus fichas de Pokémon y conozco un poco a estas criaturas, por llamarlas de alguna manera. Recuerdo una muy fea que parecía un murciélago y se llamaba Woobat. También había otra que parecía un pez abisal -el celacanto, ese pez que habita en las profundidades y resiste con estoicismo el aplastamiento de varias atmósferas de presión- y que se llamaba Stunfisk, según creo. Me gustaba una en particular que se llamaba Zapdos y que parecía un pájaro prehistórico que sufría una violenta descarga eléctrica. Pero lo que más recuerdo era la fascinación con que mi hijo jugaba con esos Pokémon, y cómo se sabía de memoria sus características y sus poderes. Y también recuerdo cómo se sabía la extraña tipología de los Pokémon, que podían ser del tipo Siniestro, o Veneno, o Volador, o Psíquico, u otras cosas no menos inquietantes. ¿Qué significa exactamente Siniestro? Ni aunque me amenazasen con convertirme en un Bulbasaur -y peor aún, en uno atrapado en un autobús- podría responder a esa pregunta.

Pero entonces, ¿cómo es posible que recuerde esos nombres absurdos? La memoria es caprichosa y selecciona cosas que no tienen ningún valor, como esos nombres ridículos de unos monstruos que parecen fabricados en un laboratorio "low-cost" de ingeniería genética (en una nave clandestina de Bangladesh, por ejemplo). Pero también recuerdo que mi hijo era feliz cuando jugaba con los Pokémon y que no le costaba ningún esfuerzo retener sus nombres ni su singular tipología. Y en este sentido, los enemigos de los deberes y del aprendizaje memorístico -es decir, los pedagogos modernos y muchos padres con complejo de culpa- deberían tener en cuenta que la mayoría de niños se saben de memoria la compleja taxonomía de los Pokémon, así que no es tan descabellado exigirles que también se sepan memorizar un poema o determinados conocimientos teóricos.

Pero lo curioso de los Pokémon no es lo feos que son, sino lo que representan y el hueco que vienen a llenar en este mundo caótico en el que nadie cree en nada. Con sus genealogías y sus elementos y sus evoluciones, estos Pokémon conforman una mitología que nos remite a las mitologías antiguas que hemos olvidado, como la griega de los dioses y los titanes, o la escandinava de las sagas que tanto gustaban a Tolkien. En realidad, la moda de los Pokémon, por absurda que sea, se funda en la fascinación que sentimos por unas criaturas míticas que nos ayuden a entender el mundo y el lugar que ocupamos en él. Y así hemos llegado a este extraño periodo histórico -el verano de 2016- en el que la humanidad parece haberse dividido en dos mitades: la de los seres racionales que atrapan Bulbasaur en su móvil, y la de los monstruosos Bulbasaur de carne y hueso que gritan "Allahu Akbar" -o cualquier otra cosa- mientras se disponen a atrapar a un ser racional. O a cientos de seres racionales.

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