Una vez iniciadas las visitas al Palacio de la Diputación y visionadas las obras a concurso, no tardaron en saltar los pronósticos en torno a quienes podrían hacerse con la medalla de oro y las 100.000 pesetas del primer premio.

Aquella dotación económica a finales de los años 60 resultó una cantidad más que tentadora, incluso para cualquier artista consagrado de esta provincia. Seguramente por ese motivo y también por apoyar una iniciativa que pareció loable, a la convocatoria de la I Bienal de Arte acudió, sin ninguna duda, lo mejorcito del panorama pictórico y escultórico pontevedrés.

Desde el primer momento, las apuestas se centraron en Antonio Quesada, Manuel Torres, Rafael Úbeda, Manolo Caballero, José Lodeiro y Alejandro Paisa. Lo cierto fue que hubo mucho donde elegir entre nombres ya consagrados y otros que apuntaban maneras y no tardaron en despuntar.

El jurado calificador se tomó su tiempo y empleó casi seis horas en su proceso de deliberación, con almuerzo de por medio, antes de anunciar el fallo definitivo. Finalmente, los vaticinios resultaron bastante certeros porque apuntaron dos de los tres nombres ganadores.

La medalla de oro y 100.000 pesetas correspondió a la obra titulada "El Lazio", de Rafael Úbeda Piñeiro. La medalla de plata y 50.000 pesetas fue para "Peixeiras", de Manuel Torres Martínez. Y la medalla de bronce y 25.000 pesetas se otorgó a "Alegría" (escultura), de Juan José Oliveira.

Si hubo quejas o desacuerdos con la decisión del jurado por el reparto de premios, algo nada inhabitual en un certamen así, lo cierto fue que no trascendieron. Tal cosa sí ocurrió en alguna edición posterior, pero no entonces.

El montaje de la Bienal ocasionó una anécdota singular que nunca trascendió y que ahora se revela aquí por vez primera.

Aquel verano del 69, César Portela Fernández-Jardón acababa de doctorarse como arquitecto tras cursar una brillante carrera. Y Antonio Puig requirió a Agustín Portela la colaboración de su hijo para enriquecer la puesta en escena con sabia joven.

César aceptó el envite, visitó el Palacio Provincial y ofreció luego su recetario. Entre todas sus sugerencias, solo hubo una que aconsejó vivamente: la retirada del busto de Franco que presidía el rellano de la gran escalinata de acceso al primer piso, lugar previsto para la instalación de la muestra.

Bien Alfonso Otero o bien Rafael Núñez, uno de los dos miembros del equipo organizador, recibió el encargo de transmitir su propuesta a Antonio Puig. Y para curarse en salud, César también informó a su padre con el fin de evitarle cualquier disgusto. "Tú sabrás lo que haces?" le respondió don Agustín, que conocía a su hijo muy bien.

La cara que puso Puig, mandamás del Movimiento y franquista hasta la médula, resulta fácilmente imaginable. De entrada, no dijo ni que sí, ni que no; sabiamente retrasó su decisión. Luego aceptó la maldad de Pitín Portela con la mayor naturalidad, como si tal cosa.

El busto de Franco presidiendo una Bienal que contaba con un apartado de escultura a concurso habría sido una fuerte tentación para la coña pontevedresa, de probada inspiración y vasto ingenio. Eso evitó don Antonio con su buen sentido y proverbial campechanía. Pero concluida la Bienal, enseguida Franco volvió a su sitio. Concesiones, las justas.