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Joaquín Rábago.

Desconfianza de la política

¿Cómo no va a aumentar la desconfianza de la política y el cinismo de muchos ciudadanos cuando se ve lo que ocurre estos días en el palacio de la madrileña calle de San Jerónimo?

Un presidente del Gobierno que, salpicado por los escándalos de corrupción de su partido, se aferra al sillón y demuestra que lo mejor en esos casos es resistir, en la total seguridad de que al final no se le exigirá rendir cuentas porque -como decía aquel el eslogan turístico de tiempos de Fraga- "España es diferente".

Un partido, el suyo, sin demasiados escrúpulos, que no duda en acusar demagógicamente a sus rivales de querer romper España cada vez que buscan algún entendimiento con la periferia pero que no duda luego en entenderse con los nacionalistas cuando los necesita porque, al final, el nacionalismo es siempre de derechas.

Otra derecha más moderna, un tanto improvisada y liderada por un joven político a quien sus asesores de imagen han dado una pátina de ecléctica posmodernidad, que jugó durante un tiempo a la ambigüedad ideológica para acabar donde muchos sabíamos que lo haría por afinidades electivas.

Una izquierda que ya solo puede presumir de sus pasadas conquistas, acomplejada y perpleja desde que una famosa política británica dijo eso de "que "la sociedad no existe", incapaz de dar una respuesta a la Europa de los mercados, de las oligarquías transnacionales y de la más egoísta competencia.

Otra más moderna, a caballo entre la universidad , internet y la calle, que parecía en principio adecuarse mejor a nuestros tiempos líquidos que ha caído, como suele ocurrirle a la izquierda, en el narcisismo de las pequeñas diferencias para desesperación de muchos que la votaron, si no para que gobernara, sí para que ayudara al menos a cambiar las cosas.

Y unos partidos independentistas, falsificadores muchas veces de su propia historia y que buscan ahora en la común Europa una solidaridad que ellos mismos no parecen muchas veces dispuestos a tener con quienes llevan con ellos siglos de convivencia.

Todo lo cual ocurre, como vemos estos días, en un Congreso en el que prolifera una vez más el chalaneo, el reparto interesado de los puestos de responsabilidad con total desprecio de la democracia y el claro fin de entorpecer el papel de control que se supone que aquél tiene encomendado.

Y frente a todas esas grandes y pequeñas maniobras, una ciudadanía atónita que ha demostrado en los últimos años una paciencia infinita y unas enormes tragaderas.

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