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Joaquín Rábago.

¿Por fin libres?

"Libertad" proclamaban las pancartas de los que defendían el Brexit en el reciente referéndum británico. Era como si solo les faltase romper las amarras con la detestada burocracia bruselense para ser finalmente dueños de sus destinos.

"Libertad" gritaban muchos habitantes de las zonas más desindustrializadas y deprimidas del Reino Unido, presas fáciles de individuos con tan pocos escrúpulos como los demostrados por el exalcalde "tory" de Londres Boris Johnson o el exlíder del nacionalista UKIP, Nigel Farage.

Un ególatra, el primero, alumno de un colegio tan elitista como el de Eton y de la Universidad de Oxford, donde estudió humanidades, para trabajar luego como corresponsal en Bruselas del diario conservador Daily Telegraph antes de dedicarse a la política.

De cuna más humilde, el segundo, pero con una carrera anterior en la City como "trader" de materias primas y cuya proximidad a la gente sencilla parece consistir para él en tomarse un par de cervezas con los parroquianos en el pub de la esquina.

Dos demagogos que jugaron con la gente que se creyó sus mentiras y confió ciegamente en sus promesas y a la que dejaron abandonada a la primera de cambio, incapaces aparentemente, tras el triunfo del Brexit, de hacer frente a una realidad mucho más compleja de cómo la habían pintado.

Los británicos, al menos quienes votaron mayoritariamente a favor de la salida, han podido pues recuperar en referéndum por fin su ansiada libertad frente a Bruselas, y la pregunta que se impone es qué van a poder hacer con ella.

¿Van a poder cambiar acaso el país, un país que presume -con permiso de Islandia- de ser la más antigua democracia parlamentaria del mundo, pero que, a juzgar por muchos aspectos, como la estructura de la propiedad de la tierra, sigue anclado en el feudalismo?

Un país en el que 432 personas son dueñas de la mitad de los terrenos rurales y un tercio del suelo pertenece todavía a la aristocracia, con el décimo duque de Buccleuch como el mayor latifundista no solo británico, sino de toda Europa.

Y, a pesar de acumular más extensión de tierras que nadie, no es, sin embargo, ese aristócrata el más rico del país, pues el cuarto de la lista, Gerald Grosvenor, sexto duque de Westminster, le supera en patrimonio por el valor de muchas de sus propiedades, que incluyen los elegantes y carísimos barrios londinenses de Belgravia y Mayfair.

Un país, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, en el que el tercer lugar de la lista de mayores latifundistas, inmediatamente detrás del duque de Atholl, lo ocupa significativamente el heredero del trono, el príncipe Carlos de Inglaterra, en su condición de duque de Cornualles.

Latifundistas todos ellos que se benefician además de generosas subvenciones que pagan todos los británicos gracias a gobiernos conservadores como el de David Cameron, que no parece, sin embargo, sentir empacho alguno en recortar ayudas y beneficios sociales .

Un país en el que Escocia, única región que junto a Irlanda del Norte votó mayoritariamente en contra del Brexit, hubo de esperar hasta la recuperación de su Parlamento y el advenimiento del nuevo milenio para intentar poner en marcha una reforma agraria que abolía el sistema medieval de aparcería.

Aunque, por su limitado alcance, dejaba en su sitio a los descendientes de una casta latifundista que, como en el resto del Reino Unido, concentra la tierra con mayor desigualdad aún que la que se da en Latinoamérica.

Claro que como decía aquel imperialista y redomado racista llamado Cecil Rhodes, ser inglés es como "haber ganado el primer premio en la lotería de la vida"

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