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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

El verano gallego de Baco

País acogido al patronazgo del Apóstol pero también al del dios Baco, Galicia es un inmenso banquete durante el verano, tiempo en el que se desborda el catálogo de fiestas gastronómicas. Natural. De Baco viene la palabra bacanal que los galaicos practican con inquebrantable devoción cada año en las mil y pico fiestas dedicadas a honrar al pulpo, al cerdo, a la langosta, al mejillón, al carnero, al berberecho y, en general, a cualquier bicho susceptible de ser pasado por la sartén o la olla.

De esta geografía de excesos forman parte paparotas lo bastante exageradas como para entrar en el Libro Guinness de los Récords. Tal es el caso de la nunca bien ponderada Tortilla Gigante con la que los vecinos de Carcacía, en Padrón, consiguieron entrar en la historia de las desmesuras a fuerza de echarle huevos, patatas y cebolla a un enorme recipiente que tuvieron que voltear con la ayuda de una grúa.

A tal hazaña de Pantagruel habría que agregar aún los inmensos peroles donde se cuecen los callos en O Porriño y otros lugares del Condado o la hecatombe de cerdos que se sacrifica en Lalín para alumbrar los cocidos de febrero. Se conoce en esto que los gallegos, a pesar de su larga fama de timidez y discreción, son gente entregada al descomedimiento en cuanto se sientan a la mesa.

Los defensores de la herencia céltica del país -que el escéptico Cunqueiro atribuía a la influencia del Real Club Celta- encontrarán argumentos de mucho peso y tamaño en esta tendencia al exceso tan típica de los galaicos, cuando menos en el apartado de la comida.

Cuentan en efecto los historiadores que las tribus galas de Vercingetorix, el primo antiguo de Asterix, tenían por principal y casi único hábito social la organización de monumentales banquetes que duraban como mínimo una semana. Allí era todo beber; allí cantar, allí dejar caer por la garganta abajo hectolitros de cerveza y quintales de carne de jabalí.

Fácilmente deducirá el agudo lector que esos festines que tanto asombraban a los romanos fueron el antecedente más directo de los cientos -o acaso miles- de fiestas gastronómicas que los gallegos han convertido en marca de la casa. Aquí, allá y un poco por todas partes, cada parroquia compite con la de al lado por darle las debidas honras a la fauna e incluso a la flora comestible propia del lugar.

Ni siquiera ha de ser casualidad que una de las más famosas entre ellas -esto es: la del Cocido de Lalín- sustente su base culinaria en el cerdo, animal que después de todo viene siendo un jabalí desbravado como aquellos que tanto apasionaban a los viejos celtas de la Galia.

Si algún emperador llegase hoy a Galicia en viaje de invasión turística como hizo veinte siglos atrás (o por ahí) Julio César en la Galia, es bastante probable que se sorprendiese también por la extraordinaria devoción que los gallegos de ahora profesan al rito autóctono del banquete. Más o menos como los galos de antes.

Para abundar aún más en las casualidades, los galos de Vercingétorix compartían también con los gallegos cierta tendencia al matriarcado, consistente en dejar que las mujeres mandasen (o en hacérselo creer, cuando menos).

Aunque, celtismos aparte, el que quizá realmente inspire las bacanales gallegas del verano sea más bien Baco, el dios de la vendimia, el vino y demás formas gastronómicas del éxtasis. Dicho quede sin desmerecer a los celtistas de Balaídos.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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