La muerte de Prince bajo los efectos del fentanilo revela hasta que punto la condición humana tiene lo mejor y lo peor.

Esta droga sintética, que se puede comprar en las farmacias bajo prescripción médica, calma el dolor agónico del paciente oncológico en estado terminal, constituye por tanto un logro de la ciencia para aumentar la calidad de vida de los enfermos de cáncer, un mal que aspira a más y más recursos económicos para frenar la epidemia. Pero el trazado de lo siniestro pocas veces se interrumpe, y menos en el campo de cruces del narcotráfico: el cártel mexicano de Sinaola, entre otros, lleva desde hace años enterrando a adictos en Estados Unidos con la mezcla del fentanilo con cocaína y heroína.

Prince y su final han puesto el foco sobre el opioide, que en su formato más cruel empezó a desembarcar entre 2005 y 2007 en ciudades como Chicago, Detroit y Philadelphia, y que tras la muerte del cantante ha sido bautizado con grandes alardes periodísticos como "la nueva droga". Ni es nueva, al menos en su versión analgésica, ni tampoco se administra en los servicios públicos de salud para provocar placer, y como consecuencia de ello un pertinaz síndrome de abstinencia.

Igual que la morfina, el fentanilo cumple una misión muy bien delimitada por los expertos, tanto cuando es administrado a través de parches o bien con palitos en formato de chupa chups.

Hay que separar: uno es el uso estúpido que hacía el cantante del fármaco, justificado por sus hagiógrafos por el pánico que el mito tenía a los escenarios, y otro es la dureza del dolor, cuyo padecer se ha visto sustancialmente aminorado gracias a las drogas de laboratorio.

Ahora, las variedades clandestinas del fentanilo, 50 veces más potente de la heroína, y hasta la muerte del creador de 'Purple Rain', demuestran lo descarnado e inmisericorde que resulta el narcotráfico, sin reparos para envenenar al mayor número de personas. Pero también constituye una alerta para divisar lo trágico que resulta una adicción incontrolada, sin control sanitario, al albur de la búsqueda de panaceas en una sociedad que quiere alcanzar el cenit de ser feliz todo el tiempo, como ha dicho muy asombrado Zygmunt Bauman.