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Javier Junceda

Catedrales

Pese a los adelantos espectaculares en arquitectura, seguimos fascinados por las catedrales. Atravesar el pórtico de cualquiera continúa provocando asombro. Una simple mirada hacia esas bóvedas de majestuosas proporciones, a sus insuperables retablos o vidrieras, estremece. El legado que nos han trasmitido las generaciones que han contribuido a estas monumentales construcciones, no tiene parangón en la historia. Y no hablo aquí de religión, precisamente.

Hoy contamos con muchos más conocimientos y recursos que en los tiempos en que se levantaron la mayor parte de las catedrales. Sin embargo, la obra humana no ha podido igualarlas, por más que se hayan ejecutado sofisticados rascacielos y otras edificaciones de singularidad. Somos más, pero no sé si mejores.

Nos faltan ideales y nos sobran ideologías. El proyecto común que supone erigir toda una catedral solamente es posible a través de aspiraciones de altura y del entusiasmo y perseverancia en su consecución. Nunca de visiones fragmentarias de la realidad. Hemos sido capaces de diseminar por España y Europa basílicas imponentes, por lo que sin duda lo podremos lograr de nuevo insistiendo en objetivos similares o superiores.

Tenemos que saber afrontar estos colosales retos como lo hicieron en su día el maestro Mateo y sus discípulos. Y abordarlos con ambición y renovada pasión. No puede ser que sigamos enredados en miopes porfías de consumo inmediato, como las que desafían nuestra paciencia desde hace ya casi un año. La mirada larga debe imponerse y hacernos repensar la forma de encarar el futuro hacia esos objetivos magnos, con la audacia que nos es tan característica y que nos ha llevado a dominar lejanos océanos. En Estados Unidos lo han sabido hacer con muchísimo menos, cimentando un imperio a partir del dibujo de un ratón con las orejas gigantes.

Retornan, de nuevo, los tiempos de alzar catedrales. De perseguir metas grandes, aquellas que verdaderamente merecen la pena. De creer con ilusión en nuestras inmensas capacidades para deslumbrar otra vez al mundo. De demostrar, en fin, que es posible recorrer nuevamente los horizontes, por lejanos que parezcan. De trazar las líneas maestras que hagan de nuestros países unos lugares magníficos para vivir y en los que se transforman los problemas en soluciones, en oportunidades. Esa manera de hacer y pensar, además, siempre ayuda a solventar las pequeñas empresas, de modo que sigue siendo la fórmula más sensata que se ha podido idear.

De lo contrario, seguiremos anclados un día tras otro en el mismo bucle cansino y dando vueltas y más vueltas a la rueda del hámster, hasta que se agote la maquinaria o tengamos que reconstruirlo todo desde el principio.

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